TODOS LOS MUNDOS POSIBLES DE MARINA FAGES

Girar por Europa, cruzar a Estados Unidos, volver a Argentina y seguir tocando como si no hubiera mañana. Entre la falta de sueño, complicidad y el vacío existencial que deja estar lejos de casa (y de los gatos), Marina Fages y su banda sostienen lo imposible: un proyecto musical vibrante que crece y se expande desde la química.

Empieza con un golpe. Sigue con la voz. El origen de todo. La primera música. Lo primario.
Antes del lenguaje, estuvo el ruido. Antes de la palabra, la voz y el puño. La primera música no fue una canción, fue un golpe seco contra una superficie dura, una piedra contra otra, un cuerpo contra el suelo, el corazón repicando como un tambor encerrado en carne. Y después —o quizás al mismo tiempo— vino la voz: no como forma de decir, sino como forma de romper el silencio. Un grito. Una risa. Un llanto. Un gemido. Un gruñido.
Alrededor de todo eso, los elementos: fuego, agua, tierra y aire.
Después, los golpes sostenidos y las voces como música. También los dibujos.
No hay forma de fecharlo. Pero podemos imaginarlo. Dos humanos, o proto-humanos, frente a una cueva, descubriendo que golpear un hueso contra la roca produce eco. Descubriendo que el eco responde. ¿Es eso un dios? ¿Es eso otro yo? Así nació la percusión: del intento de llamar, de la necesidad de ser escuchado por algo más grande que uno mismo.
Y después, la garganta: forzada, tensa, buscando replicar el trueno, el viento, la furia del animal. La voz no fue melodía: fue presencia. “Estoy acá.” Eso decía. Y, en decirlo, inventaba el ritmo, el fraseo, la cadencia.
Toda la música que vino después es apenas una derivación de eso: del impacto y de la emisión cruda del cuerpo. De lo que sucede cuando una persona golpea algo y otra responde con un alarido. Eso es comunión. Eso es rito.
El golpe y la voz. Respiración. Lo demás es historia. Y distorsión.
¿Qué tiene que ver todo esto con Marina Fages?
Desde hace más de una década, Marina viene trazando su propio camino, a salvo de cualquier encasillamiento: ni indie domesticado, ni punk ortodoxo, ni cantautora de manual, ni experimentalista protocolar, ni hardcore muscular, ni kawaii inocente. Es un collage humano de electricidad, tierra y colores imposibles. Los elementos primarios se suceden, sin final, revoltosos y caprichosos, en una cosmogonía única, al costado de todo.
Fages parte desde el golpe y el grito. Hace música que dice estoy acá. Un mundo dentro de un mundo. Respira para tocar. Para pintar. Para cantar. Para escribir.
Para Fages, como buena ninja borgeana, fuego, tierra, agua y aire no son solo elementos físicos, sino también símbolos maleables que representan conceptos más profundos como el miedo, la existencia, la muerte y la naturaleza humana.
Todo suena muy enorme, casi pesado. Afortunadamente, la solemnidad nunca fue parte de la ecuación. Junto a la antropología ad hoc, la magia y la terrenalidad, Fages maneja una espontaneidad considerable. Por eso es capaz de conmoverse y encontrar un símbolo de paz en la nobleza de una latita de coca. Con esa sumatoria desarrolla un camino propio para encontrarse a ella misma y a otros. De nuevo: un mundo dentro de un mundo.
La banda toma el escenario pocos minutos antes de las once de la noche. Martina Boixader en batería. Maca Zalazar en bajo. Margarita Ruben, AKA Magu, en guitarra. Marina en voz, guitarra y flauta.
El cuarteto suena como una unidad compacta, sin fisura alguna, y que se permite matices individuales para que nunca sea repetitivo. Esa cualidad orgánica de ser siempre diferente, aunque manteniendo la identidad y el factor imprevisible, es una de las virtudes de la banda de Fages desde hace años, sin importar cuál sea su formación.
Del golpe al acorde. De la voz a la electricidad.
«El mundo pequeño» desata el movimiento. Es un microsegundo.
En escena, no hay poses: hay entrega. Hay gritos. Hay transpiración. Hay autoridad. Varias sonrisas. Unos cuantos guuuacheeeee. Mucha diversión, especialmente Maca, que luce feliz, bailando y cantando en su lugar.
Pero no es solo música. Es catarsis en movimiento. Son miradas. Respirar para tomar perspectiva del lugar, ver hacia dónde avanzar, atentar contra la horizontalidad en pos de un vértigo abrazado por burbujas incandescentes.


Suenan «Canción de flora», «Anillo radiactivo», «Dibujo de rayo», «Mi casa en llamas» y «Hardcore disnei». Apenas si hay pausas. Para que Fages deje la guitarra. Para colgársela. Para desenfundar la flauta. Para tomar un trago de vino y brindar. Martina, atrás, se refresca con cerveza. Salud.
Cuando Fages se deshace de la guitarra, se suelta, entre corridas y saltos. Agarra su pistola de burbujas, liberando brillos etéreos sobre el frente del escenario. Luego salta entre la gente, acercando el micrófono a las pibas que la rodean. Sigue de largo, micrófono en mano, rebotando entre el público, que la abraza, que canta con ella. El júbilo se desata en derredor, incluso cuando Fages se pierde, pequeña pero enorme, entre la gente. Reaparece sobre el escenario, sin perder timing, cantando y arengando.
La situación se repite dos veces. Cada salto, no obstante, es más intenso. Entre canto, arenga y growling, Fages no se pierde nada. Cuando alguien agarra la pistola de burbujas, ella aprueba, con un “sí, sí, dale”.
Hacer pogo sonriendo salva vidas. Eso mismo ocurre, con la gente arremolinada hacia la derecha o la izquierda del escenario.
El reloj corre porque es sábado de doble turno en D7. Cuando empieza a ingresar la asistencia del evento de medianoche, Marina la invita a acercarse al escenario, divertida.
La banda arremete, avanzando con la lista. Desde el fondo y la izquierda bajan gritos con pedidos.
Hay temas de distintas etapas, algo que se agradece porque hace rato que Fages no viene a Rosario. De hecho, mucha gente del público nunca la vio en vivo. La fecha resulta como una captura instantánea: un eslabón que se fusiona entre banda y audiencia desde el calor de la entrega y promete hambre de futuros episodios.
En la curva final, Fages acerca el micrófono a sus compañeras, entre saltos de derecha a izquierda, sumando un canto compartido y desajustado para el estribillo de «Provincia», tan liberador como repleto de deseo.
Por momentos, no canta: invoca. La voz se deforma para decir lo que la lírica no puede.
Las de Fages son canciones que exploran la dualidad de destruir y amar; de encenderse adentro y de alienarse del mundo; de incendiar para sembrar. Las visiones desencantadas colisionan con el solaz del encuentro. Fages está tan conectada a los elementos primarios como a la realidad urgente. Mira alrededor, más allá de su público, y nota tanto la belleza como lo repulsivo.
El pesimismo no es absoluto. La transformación está solo a una patada de distancia. Y, durante los cincuenta minutos que dura el show, hay muchas patadas. Y saltos. Y giros. Y agite. Arriba del escenario y abajo.
No parece que Fages sea alguien que pueda darse la quietud. Ni física, ni mental, ni anímica, ni artística: su electricidad arriba del escenario borronea cualquier chance de imaginarla de otra forma.
Sin embargo, seis horas antes, Marina estaba quieta, con sus compañeras, compartiendo una mesa de un D7 todavía vacío.

A la tarde, cuando todavía asoma el sol, la banda se sienta frente al grabador.
Marina toma agua. Magu abraza el mate y convida. Martina guarda silencio, pero pispea las anotaciones en el cuaderno, curiosa. Maca, bajo una capucha enorme, irradia alegría. Le encanta estar de gira.
Primero Rosario. Después Córdoba.
Terminada la fecha en D7, no quedará demasiado tiempo para descanso y reparo. Habrá que dormir en el micro, camino a La Docta.
Hace algunos años que las giras extensas son una constante para la banda de Marina Fages.
En 2024 fue Estados Unidos. El tour 2025 comenzó en abril en Portugal. Luego siguió por España, Francia e Inglaterra. Cruzando el océano, el itinerario las llevó a Estados Unidos, con ocho fechas.
En Argentina, las rutas las llevaron por Pinamar, Mar del Plata y Buenos Aires. Ahora, sobre el final, Rosario y Córdoba.
Luego de viajar miles de kilómetros, la complicidad es total. Comparten silencios que se quiebran con risas. Se sinceran: por suerte, ninguna del grupo ronca.
En la conversación, las voces de la banda se enredan, se corrigen, se apoyan, se potencian. No hay una narrativa individualista. Hay coralidad.
Cada una encuentra en el proyecto algo que excede lo individual. El trabajo, el disfrute y la apuesta son compartidos.
Con tanta química dando vueltas, llega una grieta: a algunas les gusta dormir en cucharita, a otras no. Llega una exposición espontánea de ser cucharita y ser cuchareada. La polémica es total, sin conclusión alguna.
Salir de gira es una aventura compleja. Lo que se deja atrás pesa tanto como lo que se busca adelante. ¿Cómo se hace para sostener todo, cruzando océanos, tocando todos los días, manejando, descansando como y cuando se puede, mientras la vida allá y acá sigue adelante?
Por momentos se vuelve demasiado. Yo extraño a mis gatos. Me pongo muy emo”, comparte Marina con una sonrisa tímida y una mirada al piso que no oculta la punzada real de ese vacío. Y la frase es más que una anécdota: es un recordatorio de que la gira no es una postal romántica. Es una forma de perder algo mientras se gana otra cosa. Cada día en otro estado es una deuda emocional con lo que no está. La vida cotidiana que se deja en suspenso no se congela: avanza sin una.
“No es dejar la vida en pausa porque estás viviendo, pero dejás la cotidianeidad de tu lugar en pausa. Después eso tiene sus pros y sus contras, como todo. Es según cómo veas el vaso medio lleno, medio vacío. Creo que también acá todo espera y sigue estando”, reflexiona Magu.
Los paisajes cambian. El presupuesto es ajustado. Las camas son diferentes cada noche. Hay ciudades que sorprenden, con fechas tremendas, otras indiferentes. Hay públicos que no entienden el idioma, pero ponen toda la energía. Además, se tienen entre ellas.
“Cuesta. La primera vez que fuimos era todo un poco más caótico porque teníamos que aprender de todo. Hasta leyes de tránsito. O sea, ellas iban manejando, yo no manejo, pero era manejar en un país nuevo, ver cómo es todo el sistema, muy distinto. Los shows, incluso, eran muy distintos. Se dieron de otra forma. Los lugares donde tocábamos no tenían nada que ver con los que habitamos acá. Las bandas con las que tocábamos en cada gira también eran distintas. Es aprender de todo, muy rápido”, relata Marina.
No es fácil, no es cómodo, pero es una gratificación muy grande. Lo hacemos porque tiene sentido”, indica Maca.
“Darse a la experiencia de giras tan largas creo que es algo que nos estamos planteando todo el tiempo. Está esa frase: ‘el que no llora no mama’. Y un poco es eso. Después es la balanza, decirte: no hice esto, pero hice esto otro. La verdad, nos llena por otro lado. Después vemos qué onda. El famoso ‘Dios proveerá’, ¿no? Estamos en esa. Confiamos en que, eventualmente, todo se va a resolver. La experiencia de girar no es algo que se repita igual. Incluso habiendo ido ya dos veces a Estados Unidos y habiendo estado en varios lugares, cada experiencia fue totalmente diferente”, analiza Maca.
Ante todo, hay perseverancia.
Y en el camino aparecen destellos. Momentos que no están en el rider, pero que quedan grabados en la memoria como pruebas de que valió la pena: recién aterrizadas en San Diego, tras días sin dormir bien, buscando unos tacos para comer, un auto pasa por la calle. Desde adentro, dos voces gritan: “¡Eh, culeadas, las vinimos a ver!”
“Volvimos a Argentina por un segundo”, dice Magu riendo.
Las chicas del auto eran mendocinas, vivían allá. Habían seguido el proyecto durante años y ahora estaban frente a ellas, del otro lado del mundo.
“Estábamos devastadas, pero fue como… me siento en casa de nuevo”, concluye la guitarrista.

Volvamos un poco atrás, al 2024. En medio del torbellino anímico de la primavera libertaria, Marina Fages lanzó un disco en vivo titulado Haciendo al mundo pequeño y fantástico, que, para quienes vienen siguiendo el proyecto desde sus primeros pasos, es mucho más que una simple grabación de un show: tiene el carisma y la mística de antaño, de lanzamientos con registros en directo, con un tendal de canciones inoxidables, tocadas por grupos en el pico de sus capacidades.
Un tema tras otro, fundido con el fervor del público, capturando la levitación que es un concierto de rock. Un disco que se escucha de manera infinita, hasta saberse todos los modismos verbales, los yeites instrumentales, los estribillos, los silencios, los comentarios.
Porque Haciendo al mundo pequeño y fantástico no es solo un resumen de una etapa: es la captura de un momento en que la banda suena en estado de gracia, celebrando un derrotero de canciones logradas con precisión de orfebre. Y ahí está la clave: en ese disco, la banda no solo suena estupenda, sino que cristaliza una identidad sonora que venían tejiendo desde hacía años.
Los discos en vivo clásicos tienen una cualidad particular: son algo más que un producto del artista, son un artefacto también desarrollado por el vínculo afectivo del fan. Ese disfrute vincular gana otro espesor. Se trata de las canciones con las que creciste, las que te marcaron, las que traen buenos y malos recuerdos. En pocas palabras: las canciones que te acompañaron en la vida.
“Creo que para que tenga mística le faltan veinte años más”, considera Marina.
“Me parece algo muy reciente y es una buena foto del momento. Pero, místico me parece un montón”, agrega.
Para mí los discos en vivo tienen una épica en general. Creo que ese disco quizás también fue como un momento medio de clímax de banda, también. Pero sí, estoy de acuerdo en que no creo que sea una exageración esa valoración. Hoy se está valorando también un poco eso”, dice Magu.
Según Maca, “es un buen resumen, también. Siento que es como una cuestión de resumen, entre comillas; o sea, previo también al disco de grandes éxitos. Como que el último disco es bastante diferente a lo que se había estado haciendo en el anterior, y como que ahí convergieron dos cosas y dos versiones de Marina que me parecieron súper interesantes, como fueron llevadas al vivo también. Porque, obviamente, Épica y fantástica es como bastante distinto a lo que es El mundo pequeño, y se hizo una mixtura entre esas dos cosas, y creo que no es algo que se pueda repetir fácilmente. Entonces, eso también me parece que le pone algo muy interesante”.

En un tiempo donde las escenas tienden a fragmentarse por edad o tendencia, el proyecto convoca desde púberes recién llegados hasta fieles de la primera hora.
Eso se evidencia en sus toques en Buenos Aires, pero también en Córdoba y Rosario. En D7 hay público adolescente, pero también fieles que cargan con cuatro décadas. Pero, especialmente, una audiencia nueva. Experimentan a Fages por primera vez.
Las cuatro músicas coinciden en lo heterogéneo del público. También en el crecimiento significativo de pibas en los recis. Chicas que, además, tienen sus propias bandas. Como ellas mismas, claro.
“Debe haber algo que toca diferentes puntos”, dice Marina. Algo que trasciende el momento, lo estético o lo coyuntural. Una honestidad que se filtra en sus acciones.
Si algo le tocó a alguien, va a venir. Ya sea por curiosidad o porque necesita vernos”, confía la cantante.
La gira casi se termina. Pero la manija sigue.
Marina Fages logró algo poco probable en Argentina: sustentabilidad y proyección.
La banda quiere más.
La gente quiere más.
Existe un mañana.
Cuando les pregunto si de chicas soñaban con vivir de la música, la respuesta es tan espontánea como brutalmente sincera.
“Cuando era chiquita quería ser dentista”, tira Magu.
Yo, abogada”, replica Maca.
Yo no recuerdo qué quería ser. Flashié muchas profesiones de chica”, detalla Martina.
Pero una vez que agarré un instrumento entendí que quería hacer esto. Que sería un sueño poder conocer un montón de países y viajar haciendo lo que me gusta, tocando el instrumento, con la música que me gusta, y sobre todo si el grupo te hace sentir re en familia. Por mi parte, hay un sueño cumplido acá”, añade la baterista.
Para Magu, “esto siempre es un sueño. Depende mucho de la realidad. Son momentos de la vida, hay momentos en donde por ahí estás más enchufado, vas como siguiendo el deseo”.
“Después ya depende mucho, no sé… siento que hay golpes de suerte, que es trabajo, que es constancia. Argentina es un país re musical. Siento que hay países donde quizás es hasta más difícil”, medita la guitarrista.
Maca levanta la mano y retoma la palabra para tirar un titular: “Yo cumplí el sueño de la piba y con un instrumento que no es el mío”.
“A veces toco el teclado, a veces toco el bajo. Eso me parece muy importante. Tuve la posibilidad de desplegarme ahí también en esta banda. La verdad que me siento súper a gusto. Superó la expectativa de lo que yo podría haber pensado o imaginado que me iba a pasar como música. Estoy como súper agradecida. Súper contenta de que las cosas se hayan dado de esta forma”, apunta.
“En realidad, podríamos imaginar un montón de cosas, pero la verdad que no tenemos nunca idea de cómo va a terminar. Realmente puede llegar a ser muchísimo mejor de lo que habíamos pensado. Imaginame a mí en Tribunales ahora”, cierra, desatando una risa general.
Las risas no ocultan la verdad detrás del chiste: que sostener un proyecto artístico no es una consecuencia natural del deseo. Es una cadena de apuestas, una persistencia casi irracional, algo en qué creer por sobre todas las cosas.
Si no apostás, nunca vas a ver los resultados”, dice Magu. Pero la clave, insiste, está en otra parte: “Si el proceso te llenó, si lo disfrutaste, entonces estuvo bien”.

Texto por Lucas Canalda – Fotos de Gabi Lovera

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