Entrevista con Jaz Coleman, líder de Killing Joke y creador del Club Malvinas Underground Forum, un espacio para la experimentación artística y un refugio para resistir a las turbulencias geopolíticas.
Pasado, presente y futuro de una figura que hizo del post-punk una bitácora política y social urgente.
¿Te imaginás a Beethoven con delineador, tocando con una banda de noise industrial mientras cita a Sócrates entre riffs disonantes y visiones alienígenas que parecen demasiado similares a las turbulencias geopolíticas contemporáneas? Bueno, Jaz Coleman no necesita que te lo imagines. Ya lo hizo.
Siempre desde un rincón improbable del planeta el frontman de Killing Joke, ese sabio lunático del post-punk, se despacha con una charla que es parte entrevista, parte sesión de espiritismo, y parte manifiesto de supervivencia para una humanidad que él da, más o menos, por extraviada, jamás perdida.
Coleman, que alguna vez desapareció y reapareció con una túnica beduina en el Sáhara Occidental (¿a quién no le pasa?), ahora está encantado de presentar su nuevo metejón creativo: Club Malvinas Underground Forum, un experimento artístico de alta combustión que huele a encuentro, discusión y a dinamita conceptual.
Todo sucede en Buenos Aires, Argentina. Su nuevo lugar en el mundo.
Jaz está felizmente enamorado, listo para construir, aún cuando todo alrededor tiene al caos global.
No es la primera que lo hace. Seguramente no será la última.
Alguna vez apareció en Islandia, produciendo una banda que terminaría conociéndose como The Sugarcubes. Eso fue hace más de cuarenta años atrás. Ahora la historia es distinta, aunque no tanto.
Coleman es un hombre que no le teme a la hoja en blanco. Su historia siempre está por escribirse.
“Malvinas Argentinas es una red, un portal, una plataforma… o como quieras llamarlo”, dice, con esa sonrisa torcida que conocimos en los videos ochenteros de Killing Joke, entre fogonazos estroboscópicos y un teclado que suena como si el Apocalipsis estuviera bailando industrial.
El Club Malvinas no es solo un club. Es un espacio autónomo, subterráneo y gloriosamente caótico para performances que mezclan lo clásico con lo experimental, lo tribal con lo digital, lo místico con lo político. Un lugar donde podés ver a Dr. Jaz Coleman & The Orchestra of Death demoliendo una sinfonía escrita en Islandia en 1982, o escuchando un mantra post-industrial nacido en Argentina, 2025.
Dice que la Tercera Guerra Mundial no va a estallar: ya está ocurriendo. Y que si vamos a sobrevivir, va a ser bailando en este club sin señal de celular, bajo tierra, con dub jamaiquino, una sinfonía escrita en Islandia, y una copia limitada de un súper paquete artístico firmado con sangre y tinta negra.
La entrevista, que en realidad fue más bien una experiencia verborragica vía Zoom, incluyó citas a Socrates, a Gandhi, a la diosa hindú Kali —“la del tiempo, el juicio final y la muerte”—, y a las razones por las que tiene prohibido meterse en política británica. Que, entre nosotros, es un eufemismo para “me tienen miedo”.
También habló de placer. De disfrutar. De vivir el presente sin pedir permiso.
Jaz Coleman no es solo un sobreviviente del post-punk. Es un filósofo bien leído. Un doctor en música que habla de física. Su hermano es doctor en Física. Se complementan y aprenden, a la distancia. “El Dr. Pierce Coleman es muy respetado. Yo también, podría serlo, pero elegí la delincuencia juvenil”, cuenta, sonriendo.
¿La música clásica? Le sigue pareciendo el idioma perfecto para expresar lo inefable. ¿La política global? Un chiste mal contado por titiriteros incompetentes. ¿El reconocimiento mundial de sus pares y nuevas generaciones? Meh. Él prefiere el anonimato glorioso del underground con contenido. Porque, como dice, “los verdaderos cambios no suceden en el centro. Suceden en los márgenes”.
Y es en esos márgenes donde Coleman está construyendo su nueva catedral. Con sangre, arte, y esa sonrisa entre Lucifer y Leonardo da Vinci.
“Quiero que vengas a Lucille. Vas a encontrarte con una experiencia que imaginamos cuando todavía no habías nacido. Lo pensamos bien temprano en los ochenta, imaginando un refugio a salvo de todo afuera”, propone.
“El Club Malvinas nació en Islandia, en 1982. Tardó 40 años en manifestarse”, dispara, moviendo el GPS y el timeline sin dudarlo.
El evento dirigido por el cantante y director, tendrá lugar el domingo 29 de junio en Club Lucille (Gorriti 5520, CABA) y las entradas están disponibles a través de Passline.
La idea de abrir un club underground viene gestándose desde los días helados en Reykjavík. Jaz lo intentó allí por primera vez, pero una serie de “actividades ilegales” lo obligaron a abandonar el plan.
Décadas más tarde, la idea renació en Buenos Aires. El Club Malvinas es todo lo que no puede ser dicho en público. Es espacio para música con actitud, para performances salvajes, para debates sobre el fin del mundo y cómo cosechar comida después de un evento volcánico global.
Sí, eso también.
Jaz tiene la cabeza en muchos lados al mismo tiempo. Eso lo sabemos desde hace tiempo. Cualquiera que haya prestado atención a los discos de Killing Joke, entiende que Coleman estaba siempre con la mente puesta en múltiples escenarios, algunos que supieron cristalizarse, de manera irremediable.
En Buenos Aires encontró su base. Pero ya planea abrir sedes en Lima, Bogotá, y más allá. También quiere llevar el underground forum por el interior del país.
Su misión: crear una red de resistencia cultural antes de que el mundo se derrumbe —o justo mientras lo hace.
El Club Malvinas Argentinas es una plataforma para la resistencia, dice. Fundamentalmente, será un refugio de resistencia creativa para artistas de todo tipo. Quiere gente que toque, que componga, que escriba, que discuta, que piense, que trace senderos propios.
Entre todo eso, imagina hechos concretos para los proyectos que se incuben dentro del Club.
Tiene una estrategia contra la economía digital: el super paquete artístico. Cada artista del Club Malvinas lanzará ediciones limitadas que incluyen vinilos, libros, films, arte y objetos que no se pueden piratear. Porque no todo puede vivirse por streaming.
Ahí otra vez salta al pasado, directamente a Londres, a épocas donde el post-punk era un terreno fértil y no una etiqueta desgastada.
“Es como Metal Box, de PiL. Pero con esteroides. ¿Te acordás lo que era esa locura de edición? Esa caja de metal, redonda, pesadísima. Hoy es prácticamente inconseguible. En Inglaterra cotiza en miles y miles de libras”.
“Queremos hacer soportes irresistibles. La gente tiene que tener una razón para comprar arte otra vez. La música se baja. El streaming no paga nada. Todo está dado por seguro, sin imaginar nada más allá de la comodidad”.
Y ahí está la clave. En una época donde todo es efímero, Jaz propone lo eterno. Aunque suene a locura, a fin del mundo, o a ritual psicomágico, todo lo que hace tiene sentido. Un sentido profundo, visceral, cósmico.
Se ríe solo cuando se escucha elucubrar tantos proyectos. Cuenta mucho y se entusiasma, pero también se pausa a sí mismo. La vehemencia no lo controla. En todo caso, se trata de entusiasmo. O, cómo dirían los jóvenes, manija.
“Es que, si no hacemos algo, ¿qué hago? Me interesa proyectar. El pasado ya no importa. Lo único que nos queda es el presente y el futuro. Lo más valioso es el futuro”.
La palabra juventud abre una llave curiosa: el rol de Killing Joke como referente artístico desde hace cuatro décadas.
Jaz es el primero en desestimar cualquier idea estimada. Ni ejemplo. Ni modelo. Tampoco referente. Mucho menos nombre artístico. Según él, simplemente hicieron lo que sentían, lo debían hacer en ese momento.
Cuando le preguntás si le gusta ser una referencia para los músicos jóvenes, Jaz responde que no piensa en eso. Que el pasado no le importa. Que lo único que tiene valor es el presente y el futuro. Que la arquitectura moderna es un crimen porque ha olvidado la belleza. Que los terremotos, los cambios de polos y los castigos de Kali son inevitables.
Y sin embargo, a pesar de todo, sonríe mucho. Sonríe como un niño que sabe algo que el resto no.
“No soy un maestro. No tengo paciencia para enseñarle nada a nadie”, afirma, matizando con una risotada malévola.
“Pero sé cómo hacer que la gente despierte”, agrega, luego de una pausa breve.
“La música no es el único camino. Pero es mi idioma más afilado. Creo que mi influencia va por ahí, en hacer, en conectar desde la composición”.
Coleman escribe, compone, toca, canta, arregla y produce. Sus instintos siempre fueron superadores a la música.
Cuando le preguntás a Jaz si la música es su medio principal de expresión, responde desde la experiencia, con un tono amistoso que revela periodos pasados fructíferos.
“No. No es el único. Yo construí casas, realicé películas, dirigí orquestas sin haberlo hecho nunca antes en mi vida. Aprendí dirección orquestal frente a un espejo. Y luego, en mi primer concierto, dirigí frente al presidente de la República Checa. Sin pestañear. Como si fuera lo más normal del mundo. Lo hice sin miedo porque sentía que era lo mío”.
“Armé bandas como Killing Joke porque mi voz era mi instrumento principal. De joven tenía una voz extraordinaria y cantaba en diferentes catedrales. Descubrí que era una forma de faltar a la escuela. Asistí a un montón de cursos de música de cámara con el violín y luego canté con coros. Fui a grupos de música de iglesia. Perdí muchísimos días de clase. Es decir, no aprendí nada en la primaria ni en la secundaria. Nada en absoluto. Lo único que aprendí fue podía hacer música rock”.
Si Black Sabbath fue la tormenta eléctrica que prendió fuego a las guitarras y Joy Division la desesperación que cantó desde una grieta ballardiana y postmoderna, Killing Joke es el apocalipsis bailando sobre las ruinas con botas militares y sintetizadores nucleares.
Nacidos en 1979 entre la mugre post-punk de Notting Hill y el hedor creciente del Thatcherismo, Killing Joke no solo fue una banda: fueron heraldos radiactivos en una época de liberalismo brutal.
Jaz Coleman, frontman taciturno con un pie en el ocultismo y otro en la ingeniería del sonido, nunca vino a complacer a nadie. Su voz, mezcla de predicador paranoico y profeta del fin del mundo, se convirtió en el canal perfecto para vomitar verdades incómodas. Geordie Walker, el guitarrista, redefinió lo que puede hacer una guitarra si la ahogás en reverberación y la hacés sonar como una fábrica en huelga.
Desde el himno «Wardance» hasta la escabrosa belleza de «Love Like Blood», Killing Joke no solo engendró un sonido único, sino que crearon una cosmogonía. ¿Metal? ¿Post-punk? ¿Industrial? Sí, todo eso y más, pero también algo que aún no tiene nombre y probablemente no debería tenerlo.
Cuando la década del ochenta despuntaba, Killing Joke estaba haciendo discos con una hibridación volátil, usando elementos de punk, funk y dub. La conexión atrevida y bastarda con bandas como PiL y Gang Of Four era directa. Mientras que el punk caminaba hacia un núcleo duro y estrecho, unas pocas bandas llevaban el entendimiento de libertad del punk hacia otros horizontes.
Con el paso de los años, la discografía de Killing Joke profundizaría esa fusión, con resultados variados, sin embargo, el sentimiento de atrevimiento siempre resultó apropiado para el grupo.
Para finales de los 70 y durante todos los 80, el cuarteto era una bestia curiosa, en constante evolución y transformación de un álbum a otro.
La influencia estética de Killing Joke es enorme. Desde Nitzer Ebb, Skinny Puppy y Ministry hasta Nine Inch Nails, Nirvana, Metallica, My Bloody Valentine, Soundgarden, Clan of Xymox, Helmet, Rammstein y KMFDM.
A través de las décadas, los discos, los sellos, las sonoridades y los distintos periodos de actividad de Killing Joke, la profundidad de Coleman hizo de las canciones un manifiesto político social de lo que estaba por venir.
Con su pulso puesto en las calles de Inglaterra, o donde fuera que estuviera caminando, supo escribir lo que fueron vaticinios oscuros y desesperantes. En ese sentido, las mejores canciones de Killing Joke no están ancladas a un periodo preciso, sino que se extienden por el tiempo. Figuras nefastas como Ronald Reagan y Margaret Thatcher se entremezclan en anotaciones sobre democracias fallidas, tecnocracia, hambruna y desastres naturales.
Con ojo experto, Coleman escribió la bitácora del regreso del totalitarismo, ahí donde Trump y Netanyahu son títeres sanguinarios mesiánicos al servicio de las corporaciones globales. Personajes similares a Elon Musk y Jeff Bezos aparecieron una y otra vez en la obra de Killing Joke, como una urgencia de vida o muerte.
En «Corporate Elect», la banda dispara con precisión quirúrgica contra el verdadero amo del mundo moderno: el poder corporativo. La canción, incluida en su disco MMXII (2012), no es una simple crítica del sistema, sino un manifiesto sonoro contra la clase empresarial que ha secuestrado la democracia, comprado la justicia y convertido al ciudadano en consumidor desechable.
“Sos un esclavo / No lo sabés / Tu mente no te pertenece”, escupe Jaz Coleman al inicio de la canción. No hay lugar para metáforas suaves. La canción no quiere sugerir; quiere golpear. La élite corporativa es presentada como un gobierno paralelo, una oligarquía transnacional que ha eliminado toda distinción entre política y negocios. La democracia liberal, en este panorama, es un decorado hueco.
Musicalmente, el tema cabalga sobre una estructura tensa, casi militar, donde la batería es marcial y la guitarra hiere como una sirena de alarma. No hay espacio para la esperanza, solo para la advertencia. Killing Joke no te está pidiendo que te rebeles: te está diciendo que ya es demasiado tarde.
Nadie podría conjugar con precisión a Killing Joke. Ni siquiera Jaz. La muerte del guitarrista Geordie Walker en 2023 dejó un vacío imposible de llenar.
Kevin “Geordie” Walker, guitarrista de banda, fue una figura fundamental en la evolución del sonido post-punk y la música alternativa de las décadas siguientes. Su estilo inconfundible —oscuro, abrasivo y atmosférico— rompió con los moldes tradicionales del rock y sentó las bases de lo que más tarde influiría en el metal industrial, el grunge e incluso la electrónica más sombría.
A diferencia de otros guitarristas de su época, Walker usaba una Gibson ES-295 semi acústica con una afinación inusualmente baja y un uso intensivo del delay y la distorsión. Esto generaba una pared de sonido opresiva y etérea que definió los himnos del grupo británico. Su enfoque no era tocar riffs pegajosos, sino crear paisajes sonoros que complementaban el tono lúgubre y político de la banda.
A través de los años, figuras de las seis cuerdas como Jimmy Page y Kevin Shields destacaron Walker como un genuino innovador de la guitarra y un creador diferente. Su legado no se mide en solos virtuosos, sino en la capacidad de transformar la guitarra en una herramienta de tensión emocional y catarsis.
Para Jaz fue perder un amigo y un hermano.
Cuando habla de Geordie, su tono de voz baja, afectado.
“Todavía hablo con Georgie, todos los días”, afirma.
“Fue un artista único. Un hermano a través de los años”, agrega.
“Para nosotros en la banda fue una noticia devastadora. Fue un tesoro como artista y como persona”, concluye, cambiando de tema con velocidad.
“Yo hablo con los muertos, para serte honesto. Hablo con Geordie, con todos mis antepasados que tienen visiones similares sobre cómo sobrevivimos este ciclo difícil. Me concentro en cómo podemos aumentar la producción de alimentos bajo condiciones climáticas diferentes, porque habrá un fallo global sin duda. Incluso si no es una guerra nuclear, habrá explosiones volcánicas masivas. Y entre todos estos eventos, en un tiempo de oscuridad, el Club Malvinas es un foro para discutir estos cambios pendientes, con el arte que refleje eso”.
-¿Quedarte quieto alguna vez fue una posibilidad? La música siempre fue un medio para explayar tus conocimientos y curiosidades. De alguna manera, ser únicamente un tipo en una banda era limitante.
Demostré que puedo hacer lo que quiera. No me detuve por nada. Tenés que entender que cuando dejé la escuela, a los 15 años, ya tenía cuatro ofensas criminales. Eso, pero ningún examen.
Entonces, desde ese momento, tuve ciertas experiencias claves que me hicieron básicamente abrazar la idea de la educación. Y la forma en que lo hice fue, por ejemplo, tomé un maestro en arte de lo oculto y estudios psíquicos. Y ese fue Uri Geller.
Estudiaba el folclore inglés, especialmente desde una perspectiva mágica. Entonces, tuve dos mentores diferentes allí. Tuve a Sir Lawrence Gardner, que escribió La herencia del Santo Grial. Y luego tuve a otro chico que era un mitólogo. Pero el punto es que elegiría a un maestro diferente para un medio diferente. Por ejemplo, yo construí tres edificios, y lo hice por mí mismo. Construí mi casa, pero tuve un ingeniero estructural para asegurarme de que no caería y matara a nadie. Hice mi estudio de grabación en Auckland, y su diseño acústico. Estos son todos experimentos diferentes.
Tuve la oportunidad de convertirme en un director de orquesta. Soy compositor desde hace mucho tiempo, pero ser un director es una disciplina diferente.
Y el resto fue siempre diferente. Aventuras. Es un largo camino de esto a ser condecorado y obtener un doctorado. Y estudiar, básicamente, estudiar duro.
También siempre fui muy afortunado, porque cuando tenía 23 años, fue Islandia que se me ocurrió que quería ser compositor. Y luego, un año después, en 1983, conocí a Klaus Tennstedt, el director de orquesta estadounidense. Y él, básicamente, se convirtió en un mentor secreto para mí. Fue Klaus quien me envió a estudiar con diferentes maestros en Europa Oeste, que eran comunistas. Y así es como aprendí orquestación.
Entonces, todo estaba conectado. A los 30 tenía una segunda carrera. O al menos algo similar a mi trabajo con Killing Joke. Luego llegó este estilo de vida dual.
– Seguir tu camino de trotamundos sediento de curiosidad seguramente te hizo un tipo austero. Aunque no llamaría espartano a Jaz Coleman.
Bueno, la verdad es que no tengo nada. Tengo la ropa necesaria. Pero tengo libros por todo el mundo. Pero no soy muy de posesiones en absoluto. Muchas veces vivo con lo que tengo porque estoy en Europa o en el resto del mundo. Simplemente me muevo. Y lo que gano con mi trabajo lo invierto en otros proyectos.
– La iniciativa del Club Malvinas como un foro subterráneo, por sobre todas sus actividades, me suena a un espacio de encuentro y diálogo, algo que parece ajeno a estos tiempos alienados, con cada persona en su burbuja móvil.
El Club también es un tipo de santuario. Me gusta pensarlo así. Lo hago por mí mismo. Un santuario de la Tercera Guerra Mundial. Para estar con gente como uno. Para tener un foro que pueda discutir lo que es inevitable. Por ejemplo, lo que significa una falla global de cultivos. Entonces, tenemos que mirar formas innovadoras de producir comida en condiciones climáticas difíciles. Quiero estos debates. Y si no puedo hacerlo en otro lugar, lo voy a hacer en un club donde hay un foro donde podemos tener estos debates y hablar con quienquiera que esté interesado.
El Club Malvinas es un lugar que ofrece oportunidades para esto, además de premiar música subterránea. Y me refiero a música con una actitud de mierda. Lo que nadie quiere escuchar, ni disfrutar. Es muy necesario.
– ¿Cómo te sentís al ser una referencia allí por donde vayas? Cada ciudad en la que hiciste base desarrollaste vínculos genuinos. En otros casos, llegaste ya siendo conocido por Killing Joke.
Entiendo el significado de lo que decís, pero realmente no paso mucho tiempo pensando sobre logros anteriores o algo así, simplemente porque todo lo que nos queda que tiene un significado real es el presente y el futuro.
No me paso mucho tiempo pensando sobre los logros anteriores. Tampoco miro las opiniones de la gente. Cuando empezamos con Killing Joke teníamos a todos contra nosotros. Cada cinco años te dicen que te aman. Cada tanto te dicen que te odian. Tenés que seguir adelante.
Creo que los artistas necesitan definir qué es un artista, porque creo que a veces todos tenemos ideas diferentes. Un trabajador es un hombre que trabaja con sus manos. Un artesano es el hombre o la mujer que trabaja con su cabeza y sus manos, pero el artista es el hombre o la mujer que trabaja con su corazón, su cabeza y sus manos. Así que el arte puede ser aplicado a absolutamente todo. Es un concepto de belleza.