LA PÁGINA DE LA PACIENCIA: EL AHORA DE ANTOLÍN

 

Antolín volvió a Rosario en una fecha compartida con Perro Fantasma y Eme De Melissa en la Alianza Francesa. Acompañado por su banda Las Maestras Suplentes, el versátil artista demostró la importancia de las pequeñas grandes canciones.

 

No hay vuelta atrás. Cuando la gente se apropia de las canciones todo cambia. Probablemente sea el honor más grande. También el más enigmático. Puede sucederle tanto a gigantes de la canción popular como Natalia Lafourcade o a embajadores del malditismo como Ricardo Espinosa. No hay nada caprichoso en el acto de apropiación de palabras, melodías y estribillos por parte de la gente. Parece ser un manifiesto de amor incorruptible que hermana artista-obra-persona a través del tiempo y de los lugares para sostenerse por encima de las sucesivas oleadas estéticas que van y vuelven para desaparecer en el olvido.
Cuanto Antolín y  Las Maestras Suplentes (Andrea Guzmán en batería y voz, Ezequiel Rivero en guitarra, Patricio Jones en bajo) tocan «Nostalgia del futuro» queda claro que la canción le pertenece a la gente presente. Detalle: gente se percibe como demasiado enorme. Mejor vamos a referirnos a los corazones presentes.
El canto desde abajo del escenario casi que se impone a la bola de reverberación que reina en algunos rincones de la enorme sala de actos de la Alianza Francesa. Del público presente se alza un tendal de voces al unísono decretando que la canción firmada por Antolín en 2014 ya pertenece al dominio afectivo ajeno. Si alguna vez, en un sincero ejercicio artístico, se atrevió a retocar la letra, el intento resultó infructuoso puesto que en las fechas en vivo prevalecía la letra conocida.
Entre  tanta reverberancia y humedad invasiva está  sucediendo una instancia celebratoria. La postal es clara. La gente está encendida. Poniendo su voz a las canciones, saltando en el lugar, agitando los brazos arriba de sus cabezas. Hay algo más dando vueltas: una razón para creer.
Allá afuera mucho se siente cruel. La ciudad rebalsa de eventismo. La atención recae sobre lo anquilosado. La horizontalidad escasea. Hay pocas señales de construcción. La música dictada por las métricas de los servicios de streaming se presiente como una avanzada obscena sobre el territorio de lo intimista. ¿Cuán necesarias son las canciones de tres minutos que describen anhelos pinchados? ¿O las que versan  sobre el valor afectivo que nos legaron la infinidad de películas reproducidas en cinta de VHS?  En una era en la que la capacidad de atención se ha reducido a casi nada, mientras los esfuerzos genuinos de hacer música quedan reducidos a  los algoritmos y listas digitadas, acá hay diez personas agitadoras que prueban una resistencia posible refugiadas en los estribillos de canciones taciturnas que  siempre eludieron las luces estelares. Lideran la resistencia frente al cantante, reduciendo la distancia enorme que impone el escenario alto. Están ubicadas en la primera línea del público que se dispersa por la enorme sala. Detrás se cuentan más personas. Hay cinco a la izquierda, unas cuatro a la derecha. Es una segunda línea desdibujada pero presente. Por todo el recinto se esparcen personas entregadas al mismo viaje: conforman una dispersa topografía de esa alegría que enciende los rasgos en sonrisa y las miradas en expresividad de aquello que es efímero. Adelante, atrás, en el medio, sobre la entrada hay seres conectados. No es una multitud. Ni siquiera la totalidad del público presente. Sin embargo, crean una pequeña tribu heterogénea signada por los años de militancia creativa de Antolín.  Entienden que cantan porque es ahora y vaya a saber cuándo se repite la circunstancia de banda completa y tribuna aullante.
Cantan porque la banda ataca con una canción detrás de otra y es el momento de disfrutar. Hay una sensación de goce consciente. Las canciones más hermosas son tan efímeras como eternas. Suenan «Panteras en el parque», «Nostalgia del futuro», «Ladrón de almuerzos»,  entre otras. Mientras el cuarteto arremete con la lista de clásicos generacionales hay una realidad que cae, primero a cuentagotas, luego de manera contundente y atolondrada: el repertorio de Antolín ofrece una serie de ahoras que se estrellan sobre nuestras cabezas. Es el ahora más inmediato, que ya se está escurriendo, y también los ahoras de años pasados, de las sensaciones que atravesamos en cada escucha, de las pulsiones que nos incendiaron en cada recital antolinezco que experimentamos en los últimos quince años.
¿Se precisan las pequeñas canciones? ¿Cuán necesarias son las pequeñas grandes canciones en una industria cultural donde los logros no son artísticos sino cuantificables por likes o clics? ¿Acaso todavía son relevantes? Tal vez apenas para una pequeña audiencia. La misma que late en concordancia aquí, cantando desde el anonimato aunque unificada por los  estribillos que se escurren rápidamente. Una panorámica parcial devuelve una idea: el ahora se siente como la resistencia de un grupo de forajidos que impide, al menos por un rato, que ese afuera  tétrico arrase con todo en su voracidad expansiva. No debería sorprender que una de las presencias más entusiastas en la sala sea Pauline Fondevila -principal conspiradora para que la fecha se realice-sonriendo con una mueca de bandida goddardiana.
Las nuevas, las viejas y las imperecederas son canciones sobre un paisaje donde la carencia y la angustia abundan tanto como la imaginación desmedida. Las partes son intercambiables: una puede servir como refugio de otra. En el territorio de Andrés Olgiatti,  alias Antolín alias Antolo, lo concreto se transforma, es maleable como las necesidades irresueltas de una generación signada por la seguridad de sus habitaciones iluminadas por monitores insomnes que funcionan tanto como ventana al universo exterior como de cubículo laboral cotidiano.
Algunas canciones de Antolín se sienten como planes para toda la vida desde el momento que las estrenó. Pueden sonar con banda completa o con guitarra acústica (como el año pasado en Bon Scott) o transformarse un poco aunque siempre están cuando se las necesita. El autor sería el primero en desconfiar de esa idea: para toda la vida suena enorme, tan enorme como eterno, pero también tan imposible como necesario. Los temas están ahí,  preparados para situaciones de emergencia, o lo que es mucho mejor, para estados de júbilo inclasificable.
“Me sorprende hasta donde llegan las canciones. Viajan más que las canciones y los libros”, afirma Antolín ese mismo sábado. “Viajan de otra manera”, sostiene. “Tengo poemas que sigo reescribiendo. Con las canciones no puedo. Muchas veces lo hice y me lo reprocharon. Por ejemplo, con «Asalto comando». No puedo hacer eso ya”.

Entre poemas, tiras y temas, con fechas y algunos festivales en el medio, el camino de Antolín mantuvo una constancia. Hubo etapas donde se llamó al silencio evitando desaparecer por completo. Siempre mantuvo una antena por donde sublimar y transmitir. De esa forma su rastro se amplificó. Mientras sus canciones fueron a lugares jamás imaginados por su autor, sus otros talentos lograron, en más de una ocasión, afirmarlo como artista y rescatarlo de extravíos varios. En 2023 se puede afirmar que Antolín hay uno solo, aunque se permiten varias acepciones: el músico, el poeta, el historietista, el dibujante a secas, el lector, el fanzinero, el cinéfilo. Encontrarse con él presenta esa variedad de facetas desde un tono tímido. Con los años, no obstante, ese tono se supo más seguro. A la experiencia de los años se le fue sumando cierta calma, además. Tiene que ver con la aceptación.
El tiempo sigue. Las nuevas olas, electrizantes en un primer momento, se fueron retrayendo, dejando espuma hermoseante, pero también cediendo espacio para otras expresiones. Las épocas doradas habrán pasado, llevándose aquella fuerza original, sin embargo, la corriente puede seguir irradiando magnetismo. Hubo un momento en que la música entró en pausa. El silencio no fue total. Tampoco definitivo. Su decisión, por más extraña que les haya parecido a sus seguidores, resultó acertada.

El silencio no es tiempo perdido. Las canciones soportaron todo, incluso la distancia de la reclusión. Antolín, además, supo volver diferente. Logró otro panorama. Aprendió. Cambió. En el presente sabe disfrutar, dice. ”Lo musical siempre estuvo presente”, sostiene mirando atrás. “Siento que algunos momentos fueron muy activos. Eso todavía tiene sus consecuencias”, agrega. Creo que hubo etapas donde supe convivir mejor con todo. En algunos momentos fue tan fuerte que activó cosas solas, sin que provoque nada. Eso sigue pasando, sin dudas. Llegan invitaciones u oportunidades para grabar nuevas canciones”. 
Sobre épocas pasadas, cuando además de incipiente hacedor de canciones fue integrante y testigo privilegiado de la marea transformadora de LAPTRA, señala que “nunca fui consciente de lo que iba a suceder. Semejante importancia generacional nunca se me ocurrió”.
“En el momento en que sucedía pensé que todo iba a ser así, que iba a ser mejor, pero después todo se termina.  A la distancia vas viendo lo extraordinario que fue eso. La efervescencia creativa duró poco, pero fue muy importante. Lo sigue siendo cada vez más”, comparte. “Tal vez en algún momento me costó entender que se había terminado o que había cambiado, digamos. Ahora ya no lo veo así, puedo ver otra cosa. Tengo otros proyectos, otro panorama. No fuerzo nada. No me quedé allá. Entiendo que hay otras bandas que siguen intentando, tocando por inercia, a veces no está tan bueno eso. Tengo cierta nostalgia de esa época que sí fue increíble, pero fue parte de algo que ya terminó. Seguramente todavía genera varios chispazos. Además de influencia en otras bandas porque dejó mucho”.
A sus 39 años Antolín se refiere al tiempo con fría amabilidad. Es evidente que ya anduvo indagando al respecto dentro de su cabeza. La palabra envejecer está ahí, merodeando, pero no entra demasiado en juego. Es apenas una contemplación. Crecer es otra posibilidad que circula en la conversación. Aunque cuando se suelta alcanza la fluidez, Olgiatti es prudente con sus palabras. Pensar sobre crecer le permite reflexionar sobre el paso el paso del tiempo a quien supo escribir -dibujar- quiero cosas eternas. Elige y avanza. Sonríe amablemente cuando encuentra su forma para responder. Entonces se muestra con franqueza: “no sé si estoy creciendo, pero sí cambiando, siendo consciente de algunas cosas, utilizando mejor otras. Valorando. Disfrutando más. Siento que disfruto más ahora que en otras épocas. En mi juventud la pasaba mal gratuitamente. Pero siempre le temí a la vejez y al paso del tiempo. Ahora no. Es algo que estoy dispuesto a enfrentar. Me cuestiono mucho como está vista la vejez ahora. A veces me da ganas de…no sé… ¡quiero arrugas y canas ya! Como que venga todo junto ahora. No sé si puedo hablar de crecer. Sí siento que se fue ampliando la perspectiva. Incluso, los recitales, por ejemplo. Sé que el recital de hoy lo voy a disfrutar mucho más ahora que antes. En ese sentido, soy mejor. Siempre tuve una adoración por la juventud, por lo eterno. La juventud es eterna. En algún lado queda congelada”. 

Antolín y Las Maestras Suplentes tocan por algo más de treinta minutos. Toman la posta de Eme de Melissa para luego cederle el escenario a Perro Fantasma. La vibración del grupo visitante hace sentir que están cómodos mientras se van integrando con mayor seguridad. Son viejos conocidos que se afirman en el camino, ganando confianza ante las sorpresas de la ruta, fortaleciéndose de la experiencia de salas por conocer, sonidos por ser cabalgados, público neófito ante el cual mostrarse. 
La estética de la imperfección enfatiza la espontaneidad del grupo. Hay -pocas- miradas cómplices y guiños que pasan velozmente como la referencia a Marvin Berry & The Starlighters. En la sucesión de canciones sin mediar palabras, además de esa espontaneidad no redundante de Antolín ante el micrófono, existe algo sincero. En épocas donde escasea la sutileza se agradece que el cantante y compositor evite la condescendencia de explicar o rematar su guiño con un ahre o algún rasgo idiosincrático de YouTube. En esa seguidilla de acciones de la banda sobre el escenario radica un respeto para con la gente. Es innecesario redundar sobre punch lines, curvas o ganchos, la entrega es correcta, alcanzando la medida justa. Respetar la inteligencia del otro en un mundo horrible que no tiene decoro es un gesto revitalizante.
En poco menos de tres minutos Las Maestras Suplentes ponen color a un Antolín que se muestra certero. Más importante aún: está cómodo. Quizás como pocas veces lo vimos sobre un escenario. La evolución del artista no fue en detrimento de lo más preciado de su obra musical: lograr que las chispas genuinas de su intimidad creativa queden plasmadas en el registro de música. La imprevisibilidad es un bien escaso y valioso cuando alrededor todo es ensayada espontaneidad digital.  Eso todavía persiste en Antolín. Cuando su música empezó a circular, años atrás, nos encontramos con una magia intacta. Se podía intuir la atmósfera irrepetible del momento en que aparece la inspiración; las instancias en que el artista estaba en el flujo. En la actualidad Antolín está lejos de ser  un títere de la repetición proyectando ese rol de deber ser que trae aparejado lograr una carrera en la música. Logró evolucionar sin resignar naturalidad. Tomarse aquella pausa fue clave para eso.
Las imperfecciones dan contexto a una grabación. La interpretación cruda e íntima se trasluce. Las respiraciones y vocalizaciones no deseadas frente a micrófonos baratos serán materia de indignación para los tecnócratas musicales mientras que para otros son tesoros invalorables que capturan lo más cercano a un estado de pureza creativa. En ese sentido, cuando la imperfección es belleza, las rispideces son un camino que ofrece aprendizajes disruptivos, casi liberadores. “El punk y el indie desafinado me demostraron cómo convertir mis limitaciones en estilo. Mención especial para 107 Faunos, Antolín, Juanjo Sáez, Daniel Johnston”, declaró el ilustrador Juan Vegetal a RAPTO. No es de extrañar que, a punto de cumplir 40 años, las pequeñas grandes canciones de Olgiatti hayan servido como faro inmediato para chicos y chicas de su misma generación, esos espíritus que, al igual que él, pasaron demasiadas horas recluidos en su habitación, preguntándose acerca de aquello de aprovechar la juventud. 
“Tener mi espacio de experimentación fue necesario”, confía. “En un estudio no se puede llegar a tener eso puesto que los tiempos son costosos. No hay tiempo para jugar. En algunos discos necesité esa soledad, no sentir la presión del estudio. Fueron etapas. En otros discos pude rodearme de gente que ya tenía ideas para aportar. Esas fueron las etapas de mayor apertura. Supe disfrutar ambas cosas”. 
Con el paso de los años Antolín se fue moviendo de acuerdo a sus necesidades. Grabó en soledad, trabajó en equipo, supo volver a cortarse. Evitó atarse a métodos, tanto ajenos como propios. Prefirió sentirse liberado. Ahora anda en una diferente, un viaje de plena confianza: “el nuevo disco lo estoy grabando con la banda. Es lo que necesito ahora porque tengo las canciones, pero no tengo ganas de probar cosas. Estoy en esa, no sé la razón. Hago una canción y se la mando a Ezequiel. Es él quien está instrumentando a su gusto. Tenía canciones nuevas y viejas pero mi cabeza está dedicada a otras cosas. Ezequiel me sugirió la idea de grabar. Casi que es un proyecto más de él que mío, aunque son mis canciones”.

Dibujar en hojas, fotocopiar, abrochar. Repartir fanzines. Grabar música en la habitación. Dejarse llevar. Registrar instantes, plasmarlos desde el pragmatismo DIY. Pulir la canción. Compartirla. Escribir. Fotocopiar. Abrochar las hojas. Repartir otra vez. Postear ese material en un blog. Compartirlo. Replicarlo en Fotolog encontrando la forma justa. Disfrutar. Repetir.
En una época cada instancia creativa de Antolín tenía un paso obligado: acercarse al otro. Su relación con el acto creativo no podía separarse de la inmediatez. El fanzine circulaba, en cuestión de horas, de lectura en lectura. Pasaba de manos como preciado contrabando esencial. La música volaba gracias a aquella Internet que se acercaba a las esquinas antes de tornarse invasiva y ruidosa. Una historia por día. Una canción cada tanto. Alguna novedad por semana. Fueron tiempos hermosos, pero ya se fueron.
La inmediatez, en realidad, era urgencia. Tenía que terminar las cosas: temas, zines, poemas. Había necesidad de sacárselo todo de encima, casi. Precisaba saber qué pasaba con eso. Había una intención de acercarse a la gente. Por eso salía a repartirlo. Hoy todo pertenece a la gente, de alguna forma u otra.
“Era escribir, editar e imprimirlo un mismo día. Repartirlo esa misma noche”, recuerda Olgiatti. “Cuando llegó Internet lo subía para compartirlo. Esa inmediatez me encantaba. A la distancia, sí, veo que el resultado era re desprolijo. Aun así, me encanta eso. Los poetas de los 90 tenían mucho de ese mismo proceder. La editorial Belleza y Felicidad (ByF) hacía eso de escribir temprano, fotocopiar a la tarde, repartir a la noche. Fotolog vino para hacer algo equivalente: cada uno su libro y solo podías publicar una vez por día”.
Eso pasaba antes. Muchos años atrás. Nunca fue de quedarse con las cosas mucho tiempo. Publicaba, repartía y compartía para desligarse. En ese sentido, también se deshizo de aquella metodología. Siempre necesitaba dar vuelta la página porque las cosas le pesan. Mejor seguir moviéndose de forma ligera.

Una diferencia sustancial con aquella época es que ahora Antolín tiene más paciencia. Antes corría, ahora disfruta. Aprecia su paciencia. Entiende su disfrute.
Hace dos años que están preparando un disco nuevo. No está solo. Eso lo ayuda. La confianza está dada. La confianza crece. Hay un futuro abierto. Algo se está escribiendo.

 

Texto de Lucas Canalda / Fotografía de Renzo Leonard 

 

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