DETRÁS DE LA MÁSCARA DE CORDURA

El nombre del diablo, escrito por Claudio López y con ilustraciones de Romina Carrara, se adentra en el frágil pacto de cordura que habita la humanidad.

Escrito por Claudio López y con ilustraciones de Romina Carrara , El nombre del diablo reúne veintitrés cuentos para adultos que inauguran la nueva colección de Narrativa de la editorial Listocalisto.
A través de las 128 páginas de su primer esfuerzo, López demuestra ser un habitante de la atmósfera, un espíritu emparentado a la Silvina Ocampo de tono más lúgubre, pero con suficiente autoridad para ejercer una voz propia. Esa autoridad quizás sea consecuencia de un autor que trabajó con esmero durante años siempre a puertas cerradas, encontrando el punto ideal mediante el ejercicio de la depuración y el tiempo necesario para una construcción precisa.
Entre fantasía, terror y algunos ápices de costumbrismo El nombre del diablo se presta a diferentes lecturas. El libro de López se permite calzar en cada una de la mencionadas descripciones, sin embargo, también puede renegar de todas ellas. Se trata de relatos de filos sombríos donde la cordura es un equilibrio frágil. Si la humanidad mantiene un de pacto de convivencia donde la ferocidad se controla bajo un tono lánguido, López narra circunstancias alucinadas donde todo eso se quiebra. Por fuera del libro, en el mundo real, no hace falta demasiado para romper el pacto de convivencia: con los cachetazos que repartió 2020 la fragilidad está a la vuelta de la esquina. Las historias de López tienen una dimensión narrativa, pero el pacto es el mismo.
Los cuentos se revelan paulatinamente desde un entramado que tiene mucho de existencialista. Hay interrogantes sobre identidad, destino o fatalidad. Entre esos elementos, López juega con la tensión con un pulso preciso. De nuevo: hay una construcción que supo respirar hasta encontrar el punto justo. Entre escritor y orfebre, López será un debutante, pero tiene oficio.
Por las páginas del novel López abundan varias trampas de tiempo para sus protagonistas. El reloj es algo que acecha, otorgando una interpretación camusiana: algunos protagonistas no pueden escapar, están atados a un destino. De romper con esa inercia, no sabrían qué hacer de sus vidas. Es un peso que cargan sobre sus espíritus, algo que los emparenta a Sísifo.
El nombre del diablo ofrece considerables cantidades de sangre, una violencia estilizada desde lo poético. Los personajes de López parecen resignados a esa fatalidad que sigue reincidiendo; son conscientes del final que se avecina, marchando con aceptación, sin rebelarse, sin imaginar alguna escapatoria.
Las ilustraciones de Carrara elevan la puesta de López. Busca el contraste de colores, una fuerza de la línea que refuerza la tensión. Su trabajo es complementario a la narración. Se evidencia una potenciación entre López y Carrara, no sorprende que ambos hayan trabajado en simultáneo para el libro impulsando las ideas hacía una obra común.

“Publicar fue algo con lo que siempre fantaseé pero que me costó enormemente concretar”, señala López a RAPTO días después de la publicación del libro. Claudio se define como un lector exigente, por eso el proceso de depuración de su propia escritura llevó un tiempo. Leyendo El nombre del diablo queda claro que el tiempo de elaboración y debut de López fue justo. Ni se extendió ni tardó demasiado: fue el tiempo preciso, el necesario para saberse conforme con su propia exigencia. Hablamos de algo destacable en una época donde la inmediatez parece ser una virtud no demasiado examinada.
“Para una persona que tiene tres trabajos, y que no tiene otras opciones, porque trabajar es parte de una responsabilidad de familia, el tiempo para la lectura y la escritura se reducen ostensiblemente. Claro que hay personas que pueden hacerlo todo y lo hacen razonablemente bien. Lo que ocurría era que, en mi caso, no estaba conforme con la calidad de lo que escribía. El producto de mi escritura debía pasar, en primer lugar,  la prueba de mi propia lectura”, cuenta, volviendo hacia el proceso que finalmente lo condujo a El nombre del diablo e incluso a esta misma entrevista.
“En distintos momentos mostré, a personas muy cercanas, unos pocos textos. Pero estaba poco o nada convencido de que tuviesen un nivel suficiente para su publicación. Recién después de presentarme, sin suerte, a un par de concursos (con seudónimo, felizmente) me seleccionaron un cuento brevísimo, de una carilla, para una muestra de imagen y texto. Entonces me dije “este es el umbral mínimo”. Si quiero publicar, y lo quería, no puedo escribir algo más pobre que esto. Diez años después de ese hecho estoy publicando el libro”.

El nombre del Diablo se presentó el miércoles 16 de diciembre en Casa Brava. Ante una sala principal colmada (y respetuosa del protocolo) López y Carrara compartieron una cálida charla con la escritora Andrea Ocampo.  Lejos de jugar un papel de pretensión impostada o solemnidad, López optó por mostrarse natural, disfrutando la espontaneidad del momento.
Durante el dinámico ida y vuelta se detallaron varios aspectos del proceso de creación, pero quizás lo más importante hayan sido una revelación que el escritor novel compartió frente al micrófono: Su prejuicio sobre los libros ilustrados.
“Quizás haya algo de lo generacional, aunque no creo que eso sea determinante. También en mi generación hay personas más abiertas, en ese sentido” comenta López sobre su ya superado prejuicio, lo que constituye un logro de las editoras de Listocalisto.
Sobre el trabajo fino que hicieron desde la editorial, López comparte: “Para inducirme a aceptar la integración, la editorial me acercó reediciones ilustradas de libros de Calvino, Murakami y Auster. Reediciones de una gran calidad. No obstante, yo les decía primero fueron, Calvino, Murakami y Auster, tres escritores consagrados a nivel internacional y, mucho después, aparecieron editoriales que hicieron libros ilustrados con sus textos. Ninguno de ellos comenzó publicando un libro ilustrado. A eso, las socias de Listocalisto me respondieron: es cierto, pero vos sí podés empezar de esa manera”.
Concluyendo, el autor agrega: “creo que todo prejuicio parte de la ignorancia. Y yo desconocía el mundo del libro ilustrado. Lo asimilaba exclusivamente a la literatura para niños. Este proceso significó un descubrimiento y, desde luego, un crecimiento personal”.

En  la noche de presentación del libro, una panorámica indoors de Casa Brava arrojaba una postal curiosa: un salón de sillas perfectamente distribuidas con seres humanos ocultos tras sus barbijos. Atentos a lo que acontecía sobre el escenario, los seres se reían detrás de sus máscaras, quizás revelando su rostro para beber un trago de sus copas o picar algo de sus platos. Aún transcurridos diez meses de la nueva normalidad pandémica, la postal no dejaba de ser curiosa.
Para López la imagen tampoco pasó desapercibida.  ¿Qué piensa un tipo que escribe y publica un libro de veintitrés relatos de tensión (y sangre) sobre una presentación de libros a sala llena con todo el público enmascarado?
“Naturalizamos el protocolo porque queremos sobrevivir”, apunta el autor. “No queremos que el coronavirus sea nuestra peste escarlata”, reflexiona. “Por eso viví la presentación como una módica celebración. Se trata de la consecución de un proyecto largamente anhelado y no puedo menos que sentirme satisfecho. Quienes asistieron al evento también lo estaban, al menos esa fue mi percepción. Aún con nuestros horribles barbijos, nos reencontramos. Un día, por un par de horas, los que estuvimos en Casa Brava, con la excusa de la presentación de un libro, pudimos conformar una escena colectiva”.

El nombre del Diablo se publica en un contexto atípico: un libro sobre perder la cordura (o sobre los peligros que nos pueden conducir a perderla) y el Diablo como figura simbólica que llega justo cuando las causas para perderla fueron producidas por la propia humanidad.
¿Cada uno de nosotros se construye un Diablo de acuerdo a su neurosis y miedos? ¿O todavía resiste la idea de un Diablo construido de manera colectiva? 

Entregué el libro a la editorial en diciembre de 2019. Lo que hice en 2020 fue quitar dos relatos, agregar otro, también ya escrito, y ajustar fragmentos porque no me conformaban y porque las ilustraciones de Romina así lo requerían. Y nos dedicamos, con Silvina (Maroni, de la editorial), a un pormenorizado trabajo de corrección, cuento por cuento, que hicimos on line conectándonos casi todos los días. Es un trabajo que hicimos dos veces y ella lo hizo sola dos veces más. La última leyendo el libro “de un tirón”. La corrección gramatical y de estilo de Silvina es de una calidad superlativa. Con esto quiero decir que no es “un libro de la pandemia”, aunque reconozco que pueda leerse como tal. La pregunta que cabe formularse es ¿por qué? Tal vez porque en la pandemia afloraron nuestros peores miedos, pero vivimos con miedo desde siempre. Porque el miedo es constitutivo de nuestras subjetividades. Lo que ocurre es que cuando excede la cuota tolerable, nos desborda y entonces pasamos el límite de “la cordura”. Aunque cada uno de nosotros le agregue un componente personal, el diablo es una representación colectiva. Podría decirse que es una metáfora de esos miedos.

Me rehúso a catalogar al libro: no quiero etiquetarlo de terror, tampoco quedarme únicamente en sus entramados existencialistas. Sin embargo, la palabra fantasía sí me parece adecuada.
¿Cómo te gusta pensar al libro en ese sentido? Por otro lado, ¿cuál fue tu relación con la fantasía? 

Como vos decís, la palabra fantasía abarca diferentes posibilidades y, por lo tanto, se utiliza para describir más de una situación. En literatura, el género fantástico, básicamente se diferencia del realismo. Allí donde terminan los límites de la realidad comienza el terreno de lo fantástico. Tuve una relación intensa con la fantasía, en muchos casos necesité de la fantasía y la sigo necesitando. Creo que estamos abrumados por la realidad y la fantasía es una línea de fuga. No sé si catalogaría al libro como un conjunto de relatos fantásticos. Algunos cuentos pueden admitir tal calificación, pero hay otros de un realismo categórico. Sí, casi todos admitirían ser descriptos como extraños e inquietantes. Y más de uno como sombrío.

– Cada cuento tiene una elaborada atmósfera. En todos acecha un riesgo: podemos perder la cordura a la vuelta de la esquina, de forma inesperada, sin que sea un proceso extenso o previsible. 
¿Cómo fuiste creando la atmósfera de cada relato?

La cordura es una convención. A nuestros ojos, cuerdo es alguien que se comporta socialmente como tal, pero de cuyo interior no sabemos mucho. Los escenarios, los paisajes, el mobiliario de los relatos, son como el lenguaje que los narra, escueto. Me tracciona el principio de la economía de la narración porque todo ocurre en las mentes de los personajes: los fantasmas, los abismos, los terrores. La cordura es una impostura que nos forzamos a mantener, pero en cada uno de nosotros habita un insano. Y puede aflorar en cualquier momento.

– Hay referencias obvias como Quiroga y Twain, además de guiños a Lovecraft. Más allá de esos autores, rondan Silvina Ocampo y Samanta Schweblin, que son habitantes de la atmósfera como vos. Finalmente, también aparece Artl en un relato como “Loco por Gardel”. Hay mucho de arltiano en El Nombre del Diablo porque los protagonistas parecen resignados a su fatalidad. No necesariamente se rehúsan a lo inevitable.
¿Te parece que hay aceptación en los protagonistas que escribiste?

En todo caso, desde un abismo de distancia, quisiera “habitar la atmósfera” como Silvina Ocampo y Schweblin. Respecto a esta última, debo decir que no leí más que un par de cuentos. Me siento en deuda. Las personas que oficiaron de lectores de prueba del libro me manifestaron que mis cuentos los remitían a su obra. Este año, descubrí a Lucía Berlín, de modo que nos llevamos dos libros de ella, entre otros, para las vacaciones. Después de eso voy a dedicarme a Schweblin y corregir mi falta. Sé que se trata de una escritora muy reconocida. Pájaros en la boca me pareció magistral, es un texto que enseña. Yendo específicamente a Arlt, tengo que reconocer que no había pensado que los cuentos tuvieran una impronta arltiana. Leí hace más de treinta años sus obras más paradigmáticas y no lo retomé. Pero es tan determinante en la narrativa y la dramaturgia argentinas que permea otras obras y aparece una y otra vez como objeto de estudio. Tu pregunta me obliga a releerlo y a conjeturar acerca de si se trata de una influencia no asumida. No obstante, no todos los personajes de El nombre del diablo están inexorablemente condenados a su destino.

-El tiempo es un factor importante. En algunos relatos, el tiempo es una trampa, en otros una resignación camusiana de la que no se puede escapar.
¿Eso fue consciente o fue algo que descubriste a posteriori?

Esta es una pregunta de una notable agudeza. Junto con el miedo, el tiempo es el gran presupuesto de los relatos. Pero sucede que también el tiempo es una convención. Hay sucesos que son inevitables, como las muertes y ciertas catástrofes naturales. Todos estamos condenados a ellas y en un punto nuestras existencias están condicionadas por esa inevitabilidad.

-Durante la presentación comentaste algo interesante: fuiste terminando el libro mientras Romina ilustraba.
¿Te dejaste influenciar por ella? 

Es imposible no recibir influencias de su obra. Es sumamente original y poderosa. Y tiene la capacidad de expresar en una imagen lo que como autor, en varios relatos, no llegué a expresar con  palabras. Su trabajo hizo que necesariamente tuviera que realizar ajustes. Trabajamos muy cuidadosamente el orden texto-imagen, porque privilegiamos en todo momento no sacrificar ninguna de sus ilustraciones. El trabajo de Romina le da al libro mayor jerarquía.

– La aventura de publicar por primera vez te llegó junto al desafío de estar acompañado por una gran artista que, además de experimentada, es prestigiosa.
¿Cómo surgió la posibilidad de trabajar con Romina? ¿Cuándo tomaste conciencia del tremendo honor había una enorme responsabilidad en tener semejante compinche para el libro? 

Una vez que desmonté parte de mis prejuicios hacia el libro ilustrado, aún faltaba que aceptara que cada relato llevara una ilustración. Silvina tuvo la idea de que la ilustradora debía ser Romina. Había visto las publicaciones de Minusculario y me habían parecido sorprendentes. Así comenzó un intercambio, siempre mediado por Listocalisto, de texto e imagen. Romina, por suerte, aceptó ilustrar los cuentos. Para mí fue una gran satisfacción porque ella juega su prestigio en la edición de este libro. Además, es una lectora muy fina. Sigo mirando sus ilustraciones y maravillándome de cómo tomó esa idea tangencial, esas palabras que solté en un cuento y que se me ocurrieron como una línea secundaria o menos que eso, y ella la representó con una imagen brillante. Hizo como mi psicoanalista: tomó lo que digo al pasar, lo que se me escapa y produjo obras de arte. Así se logró que texto e imagen narren complementariamente. Y, como decís, es un honor que Romina Carrara sea la ilustradora de El nombre del diablo.

-¿Qué sensaciones hay ahora que el libro está terminado, publicado y presentado? ¿Qué te pasa por la cabeza mientras te van llegando las devoluciones de lecturas de la gente? 

Ahora que el libro está publicado y presentado, la sensación es de plenitud. Pero soy consciente de que es una sensación efímera. Pronto el vacío cobrará presencia y para neutralizarlo ya estoy escribiendo un nuevo libro de cuentos y también apuntando ideas para un tercer libro que, fantaseo (¡otra vez!) podría romper cierto molde. Me fijé plazos. Toda mi vida me quise subir a este tren y ahora no voy a bajarme.  Lo de las devoluciones es algo en lo que tampoco había pensado. Son bienvenidas, por supuesto. Pero tengo muy asumido que escribo para expresarme a través de este lenguaje. A los casi 57 años, pienso en lo que tengo necesidad de decir. Y como estuve más de treinta años sin permitirme publicar, ahora que pude hacerlo, me enfoco en lo que me resulta placentero.

Lucas Canalda

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