FESTIVAL HAGAN RUIDO, EL ABRAZO QUE UNE

Consolidado luego de tres ediciones, el Festival Hagan Ruido demuestra que la música puede ser herramienta de gestión cultural afectiva: un espacio autogestivo donde las mujeres y disidencias crean, se reconocen y generan comunidad, mientras desafían estructuras de desigualdad y violencia.

 

Casi sobre el final del Festival Hagan Ruido, Tour Nocturno toca «Besos» de Sué Mon Mont. Tiene sentido que Rosario Bléfari suene de manera explícita, considerando que durante toda la noche —con cuatro bandas, más de quince músicas en escena, proyectos emergentes, bandas consolidadas, trabajo autogestivo e impronta afectiva— su espíritu estuvo presente, resonando desde lo ético.
Fue una noche puntual para un esfuerzo de meses. En su tercera edición, el festival llegó en 2025 para renovar la escena rosarina, con aciertos destacables y una energía que no se mide solo en sonido.
Pero volvamos a Bléfari. En aquel posteo que se volvió viral, ella escribía sobre “la importancia de estar en el presente, ir a recitales, encontrarse con amigos… hablar con las personas, ir a una marcha… tener un proyecto y llevarlo adelante como sea… participar en lo que sucede, como sea, estar, vivir lo contemporáneo”.
Las palabras de Bléfari aparecen en Hagan Ruido como un manifiesto silencioso. Están en la música, en los abrazos compartidos arriba y abajo del escenario, en las risas cómplices, en los aciertos y en los errores. Porque la música es mucho más que música, siempre: es la suma de instantes, de frustraciones, de miradas hacia el futuro, el pasado y el presente. Pero también es cuerpo, mente y algo más… digamos, alquimia.
Aixa Pacheco, joven música y gestora cultural en ciernes, parece moverse desde esa inquietud posibilitadora de la que hablaba Bléfari.
En 2024, Pacheco impulsó el Festival Hagan Ruido desde el sentido más puro de la autogestión. La idea del “Hazlo tú mismo” del movimiento punk se le antojaba demasiado individualista; por eso, la cantante, guitarrista y compositora apostó por una ética distinta: “Hazlo con otres”.


Horas antes de que empiece el festival, el aire de Majo ya huele a humedad y a cables. El verano precoz se hace presente, dejando sus residuos en los cuerpos.
En el local de calle Tucumán hay un ir y venir de personas que cargan amplificadores, afinan guitarras, prueban luces, abren cervezas. Las risas se mezclan con los chasquidos de los micrófonos y ese murmullo eléctrico que solo existe cuando algo está por empezar.
Pero también hay algo más fundamental: casi todas sus protagonistas se saludan, quizás por primera vez. Es un encuentro de músicas y músicos rico en heterogeneidad. Habitando escenarios similares, pero no siempre coincidiendo en los mismos círculos, el festival acerca esquinas, posibilita que las miradas se multipliquen y que la atención se expanda.
Pasado el mediodía del viernes, Pacheco comenta por teléfono: “Acá, intentando no olvidarme de ningún detalle. Nos vemos a la noche”. Habla y la imagino caminando de un lado a otro con la serenidad tensa de quien sostiene mucho más que un evento: sostiene una idea. En cada intercambio, en cada ajuste de último momento, se adivina una trama que va más allá del escenario. Es la apuesta por un modo de hacer —y de estar— en la música, donde la autogestión no es solo un método, sino también una forma de afecto.
“Si no nos organizamos entre nosotres, no pasa”, me había dicho un mes antes, en la puerta de D7. No hizo falta agregar mucho más. Esa frase, compartida en una charla de una hora previa a un recital, resume una generación entera de proyectos que aprendieron a construir comunidad en la precariedad.
Lo que me llamó la atención, en ese instante, fue cómo Aixa ya pensaba desde la mirada de gestora cultural. Música desde adolescente, en los últimos dos años su cabeza viró hacia un entendimiento más amplio. No se trata únicamente de hacer música ni de ser música: se trata de comprender lo que sucede alrededor de la música. Empaparse de la coyuntura local, entonces, exigió ponerse a tono con una realidad repleta tanto de buenas como de malas experiencias.
En una ciudad como Rosario, donde la escena underground sobrevive con una obstinación casi heroica, el mérito se multiplica. Porque acá las bandas y proyectos independientes viven a prueba de todas las malicias municipales que privilegian a las productoras y a los peces gordos, mientras vuelcan toda su avanzada burocrática, securitista y conservadora sobre las expresiones emergentes. Expresiones que, ante todo, están en un estado de desarrollo, de fragilidad, y que, sin embargo, se fortalecen —quizás retomando la máxima nietzscheana de que aquello que no te mata te hace más fuerte—.
Pero lo que adquiere un significado especial en Hagan Ruido, y particularmente en la labor de Pacheco, es que su construcción y resistencia tienen tanto brío como romanticismo. No se trata solo de sostener por amor o por militancia: hay también un interés sincero en formarse, en aprender los mecanismos de la gestión, entendiendo —de a poco— cuáles son los engranajes necesarios para proyectar a largo plazo. Esa combinación entre impulso emocional y planificación consciente define una nueva camada de músicas y gestoras que no se resignan a la precariedad como destino, sino que la enfrentan con estrategia, comunidad y deseo.

La tercera edición de Hagan Ruido presenta un cartel con cuatro proyectos heterogéneos: Tour Nocturno, Dekadencia, Fresita Veneno y la banda de Aixa Pacheco. Cuatro nombres que condensan distintas intensidades —del rock alternativo al indie, del hardcore punk al post-punk— y que, sin embargo, comparten una misma vibración ética.
Como en las ediciones anteriores, el festival convoca a un público que se resiste a las etiquetas fáciles. Gente recitalera, de distintas escenas, que no siempre coincide en una misma noche. Y ahí radica una de las búsquedas principales de Pacheco: romper la endogamia, propiciar el encuentro.
Cuando le pregunto por la idea original del festival, Aixa recuerda que “la idea era hacer algo nuevo. Tratar de armar un evento que esté bueno, en un lugar que esté bueno, que sea cómodo tanto para las bandas como para los espectadores, y llenar de pibas el escenario”.
Dice “llenar de pibas” y lo hace sonar como una declaración estética y política al mismo tiempo. Habla de la necesidad de despegarse de la experiencia habitual del rock, ese circuito que muchas veces se sostiene en la precariedad: “Quería despegarme de la experiencia que ya había tenido desde siempre, de que si querés tocar rock tenés que tocar en lugares horribles donde no podés contar ni con un baño limpio, o la clásica de tener que pagar para tocar, o ambas cosas al mismo tiempo”.
Aixa tiene brío de juventud y poder de convicción. Lo que la mueve no es el desencanto, sino el deseo de torcer esa inercia. “Además de eso, también estaba el cansancio de ser la única mujer en mi banda y, muchas veces, la única mujer en toda una fecha. Quería poder encontrarme con otras pibas que hicieran lo mismo que yo y, quizás, apuntar a construir un espacio menos hostil entre todas, en el que poder salir a tocar un poco más tranquilas”.
Ahí está el núcleo del festival: la urgencia de inventar un lugar donde tocar no sea sinónimo de soportar, sino de compartir.
Al recordar cómo fueron las instancias de organización del primer festival, Aixa viaja en el tiempo, saltando unos veinte meses atrás. Como se insinuó previamente, detrás de Hagan Ruido siempre hubo más de una voz. Desde el vamos, la meta fue estar acompañades.
“El primer festival lo organizamos con Geovana Chávez Canata, cantante y compositora de Alto Drama”, apunta. “Para nosotras, lo importante era hacer una fecha con bandas lideradas por mujeres o conformadas en su mayoría por mujeres. Queríamos un lugar que estuviera bueno, y obvio queríamos tocar nosotras juntas, entonces decidimos que cada una iba a llamar una banda extra para sumar a la fecha”.
Esa primera edición fue más intuición que planificación. Una apuesta impulsada por el deseo de encontrarse, sin saber del todo qué podía pasar.
Aquel primer encuentro, nacido casi de la improvisación y del deseo de tocar entre pibas, terminó sentando las bases de algo mucho más grande. Lo que empezó como una fecha suelta se transformó en una red: una trama de afectos, aprendizajes y gestos pequeños que, con el tiempo, se volvieron estructura.
En 2025, Hagan Ruido ya no es solo un festival: es una forma de hacer. Lo que en 2023 era intuición, hoy es una práctica sostenida por vínculos reales, por la necesidad de encontrarse y reconocerse en un contexto que, muchas veces, sigue siendo hostil para las disidencias y para las mujeres que hacen música.
Cada edición reafirma esa búsqueda: la de un espacio donde el hacer colectivo no sea la excepción, sino el punto de partida. Donde el sonido no tape las voces, sino que las amplifique.
Cuando le pregunto si es consciente de que el festival logró convocar a un público heterogéneo —gente que normalmente no se cruza en una misma noche—, Aixa responde como quien todavía no termina de dimensionar lo que construyó. Ante todo, es sincera. Sus palabras dejan en claro que lo que genera el festival supera expectativas y cualquier metabolización inmediata.
“La verdad que en los eventos estoy realmente re a las corridas y todavía no tuve tiempo de sentarme a procesar todo lo que se viene dando”, dice. “Pero me pone muy contenta saber que eso es lo que se ve y se vive desde el público, porque ese ‘cruce’ entre la gente fue uno de mis objetivos principales a la hora de armar este festival. Yo quería generar un punto de encuentro nuevo para el rock en la ciudad, y no solo para las bandas sino también para el público que por ahí quiere ir y se queda afuera por un montón de factores”.
Su respuesta revela algo esencial: Hagan Ruido no solo propone una grilla diversa, sino una ética del encuentro. “A la hora de armar el line up pienso muchísimo en qué es lo mejor para todas las bandas y para el público, porque me interesa no solo que la gente venga, sino que la pase bien, se quede a mirar todas las bandas, se vaya contenta a su casa y vuelva la próxima”.
Ese cuidado, que nunca deja de lado la delicadeza de lo artesanal, define el espíritu del festival: una apuesta por lo compartido, por la mezcla, por la posibilidad de que lo desconocido deje de ser ajeno.

Para las once de la noche, el local de calle Tucumán se transforma. La luz de los focos se mezcla con sombras que se arrastran sobre las paredes cubiertas de intervenciones y posters, y el murmullo previo se convierte en un zumbido expectante.
La gente se mueve, conversa, se encuentra con conocidos o con desconocidos que parecen vecinos de otra escena.
Hay quienes llegaron por una banda, otros por el festival en sí, y algunxs por curiosidad pura; pero todxs terminan compartiendo el mismo espacio, respirando juntos la misma música. Esa heterogeneidad, esa mezcla que parecía imposible, se hace visible y tangible.
Entre risas, cervezas y pasos torpes al ritmo de la música, se percibe la intención detrás de cada decisión del festival: que nadie quede afuera, que cada persona encuentre su lugar, que cada banda tenga el respeto y la escucha que merece. No es solo un festival; es una práctica de comunidad, donde lo musical y lo afectivo se entrelazan.
Fresita Veneno arranca la noche con un set de nueve canciones, entre ellas «Siempre está» y «Me vas a escuchar». Las Dekadencia hacen volar sus catorce canciones, desatando al público. La banda de Aixa Pacheco se da el lujo de invitar a cuatro bateristas: Andrea Cuello, Adriana Heredia, Barbi Bertone y Dani Martínez.
Tour Nocturno toca nueve canciones, logrando un feedback fervoroso de su público fiel, que los recibe con un aguante casi devocional, ya pasadas las dos de la mañana.
Aunque quizás Majo no sea el espacio ideal para albergar una jornada tan extensa, el público acompaña hasta el final, atestiguando grandes momentos: la complicidad sorora de «Lloremos juntas», sobre un colchón hipnótico de sintes; la crudeza magnética de Dekadencia, que entre vértigo y guitarras punzantes genera pogo en la sala y sorprende con una versión de «Children of the Grave» de Sabbath; Aixa y su banda subiendo el volumen para un rock alternativo de los noventa, con canciones que mezclan angustias adolescentes, corazones aleccionados y deseo licántropo, además de invitar, para el cierre, a Maita y Sofía de El Brujerío (como Martínez).
En esta multiplicación de postales, el festival deja de ser solo un evento: se vuelve un laboratorio afectivo, donde lo musical y lo humano se encuentran, se cruzan, se reconocen.
Cada grupo —desde su idiosincrasia— es un recordatorio de la ética que sostiene Hagan Ruido: música hecha desde la intención de incluir, de convocar, de crear comunidad. El público se deja atravesar por la música, pero también por la presencia de les músicos, por la certeza de que este es un espacio pensado para que se crucen escenas, edades, experiencias. Cada quien se lleva algo de aquí; de eso no hay dudas.

En una Argentina atravesada por la crisis y la desigualdad, donde la violencia institucional grita de arriba hacia abajo y se promueve el odio hacia las minorías, Hagan Ruido parece una trinchera: un lugar que ofrece la oportunidad de seguir luchando, pero también de contención, con un abrazo de arte que funciona como bálsamo.
La construcción de estos espacios, que son muchos y necesarios, no es sencilla en un contexto donde el trabajo escasea y las necesidades básicas están lejos de estar cubiertas. Gestionar y apostar en estas condiciones es tan desafiante como agotador. Por eso le pregunto a Aixa qué la motiva en los momentos de frustración, qué la impulsa a seguir adelante.
“Pienso en el presente y en el futuro que quiero tener. Pienso en mi experiencia haciendo lo que hago y en la de las pibas alrededor mío. Está todo muy podrido. Desde el Estado, que nunca acompañó, hasta el hecho de todavía tener que pelear para sobrevivir en la sociedad patriarcal y altamente misógina en la que vivimos. Quieren que nos rindamos, que dejemos de intentar. No puedo dejar que pase eso. Conozco a mucha gente que se rindió con su música, muchas pibas que abandonaron lo que soñaban o que fueron obligadas a dejarlo por la cantidad de violencia que sufrían. Yo misma estuve a punto de dejarlo muchas veces. Una de las bandas que tuve antes de mi proyecto solista se disolvió como consecuencia de un abuso que sufrí por un colega con el que compartía banda. Por suerte sobreviví y me animé a seguir creando, y acá estamos”.
Su motivación es clara: la fuerza de la comunidad que se forma alrededor de la música.
“Ahora lo que me inspira son las pibas, tanto mis compañeras de banda como todas a las que conocí gracias a este festival. El amor y el agradecimiento que recibí en estos encuentros es uno que nunca pensé que me iba a llegar o tocar presenciar”.
Recuerda un momento concreto de esta última edición que, según ella, resume todo lo que significa el festival: “Pasó algo muy lindo. En general, todas las fechas hasta ahora siempre están colmadas de amor. Como que las compañeras por fin se sienten cómodas de ser, y la reacción automática es estar agradecidas de esta situación que lamentablemente nos pasa muy pocas veces. Después de estar a los abrazos todo el día y de decirnos cosas lindas antes de irnos cada una a su casa, me encuentro en un pequeño grupo de saludos finales, donde después de abrazarnos y darnos besos en la mejilla, Lola (cantante de Dekadencia) nos dice: ‘Ahora nos tenemos para siempre’. No me voy a olvidar nunca más de eso, y en eso voy a pensar de ahora en más cada vez que las cosas se pongan difíciles. Pase lo que pase, se demostró que existimos, que nos queremos, que estamos para la otra, y ya no hay vuelta atrás”.
Esa mezcla de lucha, resistencia y afecto —la política y el cuidado entrelazados— define al breve pero intenso camino del festival. Cada abrazo, cada gesto, cada aplauso o mirada compartida confirma que la música puede ser un acto de existencia, de construcción colectiva y de memoria emocional.

Cuando la noche llega a su fin, el público se queda un instante más: abrazos que se alargan, conversaciones que se resisten a terminar, risas que todavía flotan en el aire. No hace falta un aplauso final ni una ovación puntual: la energía compartida dice todo.
En esos últimos minutos se siente la dimensión de lo que Hagan Ruido propone desde sus comienzos: un lugar donde las diferencias no separan, sino que multiplican; donde la ética y la estética conviven; donde los cuerpos, las historias y los afectos se cruzan y se reconocen.
El festival deja en claro que construir espacios así no es solo un acto creativo: es una forma de existencia. Una afirmación de que, incluso en un contexto hostil, es posible crear, acompañar, resistir y sostenerse juntxs. Salir de Hagan Ruido significa llevarse algo que no se escucha, sino que se siente: un recordatorio de que, mientras haya música y comunidad, existen formas de estar en el mundo que nos contienen, nos impulsan y nos transforman.

Escribe Lucas Canalda + Fotea Diada Del Arte.ph

 

 

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