SINTES, RUIDO Y DESVÍO: CUANDO EL CUERPO ES EL MENSAJE

Desde la electrónica callejera hasta el synth punk mutante, Compressor y Principio de Incertidumbre transformaron el Bon Scott en un espacio donde la fiesta fue riesgo y comunidad. En una época de vigilancia, consumos pasteurizados y nostalgia enlatada, ambas bandas afirmaron el pulso contracultural como territorio vivo: máquinas sudando, cuerpos en trance, ruido que pensaba y bailaba al mismo tiempo.

 

 

Es extraño cómo funciona la polifonía de voces afuera de un recital que acaba de terminar. Pasear con el oído atento a los comentarios de la gente es una aventura en sí misma. Atestiguar cómo las impresiones se vuelven relato, en un boca a boca de primera mano, en caliente, de un testigo directo hacia otras personas, constituye una pequeña pátina impresionista en progreso. El sentido se construye. El relato cobra espesor. El disfrute se contagia, impregnando nuevas mentes curiosas. En Bon Scott las palabras se multiplican. Las impresiones corren, entre el pasillo de salida, la barra, la fila para el baño, la puerta y el mítico ventanal.
Es en ese ventanal, como si fuera un umbral entre lo vivido y lo que todavía late, donde se concentra una parte de la historia que acaba de suceder. Algunos se apoyan en el vidrio empañado, tratando de recuperar el aliento o de secar la transpiración. Hay risas espesas. Hay también silencios raros, silencios de personas que miran el piso o el techo, y uno nunca sabe si están pensando en algo profundo o si simplemente están drogados y felices.
El aire está caliente, saturado de humedad y de palabras que todavía no encuentran su forma final. Las frases empiezan tibias, inexactas, y se van afilando con cada repetición. “Fue una locura”, dice alguien. “No, posta, fue una locura.” Como si decirlo dos veces otorgara verdad. A pocos metros, otro enumerará razones, comparará con otros shows, intentará explicar con teorías la vibra del agite, mientras alguien más se limita a encender un cigarrillo y a sonreír con los ojos entrecerrados, absolutamente ajeno a cualquier necesidad de explicación. Eso también es parte del lenguaje colectivo: hay quien narra, hay quien siente, hay quien calla, pero todos participan del mismo pulso compartido.
Bon Scott parece más grande ahora que terminó la música, como si el sonido, al retirarse, hubiese dejado un hueco físico. La gente se dispersa, entre barra, mesas, calle. La construcción discursiva sigue, en múltiples focos. Allí, en esa mezcla de alegría sostenida y cansancio dulce, uno entiende que el recital no terminó del todo. El después también es parte del show. A veces, es incluso la parte más honesta.
¿Pero de qué hablan precisamente estas voces, tan aisladas como conectadas, en la disposición primaveral del Bon? De cómo Compressor (Dami Paglialunga, Mati Enrique y Ale Garro) se lució en otra noche memorable, sosteniendo ese título —simbólico, pero asumido por todos— de ser la banda más divertida, la más impredecible, la confiable para entregarse al frenesí del trance sintético. Hablan de esa capacidad casi alquímica que tienen para dinamitar la forma tradicional del recital y convertirlo en otra cosa: no un ritual ni una ceremonia, sino un cortocircuito emocional donde todo puede salir mal o perfecto, y en ambos casos el vértigo es contagioso. Tocando clásicos que ya funcionan como contraseñas afectivas, estrenos como «El Arpegiador», que hace temblar las rodillas, extravíos que desordenan la armonía a propósito, golpes de calor que derriten la frontera entre la banda y el público, y un “a la mierda” permanente que privilegia el éxtasis por encima de la técnica, el impulso por encima del cálculo, la vibra por encima de la prolijidad.
La gente pide temas como «Gimme What I Want», «Mi Nena» o «Terminator». Algunos suenan, otros no. La lista no es lista: es lo que pinta, lo que brota del momento, sin jerarquías ni protocolos.
Las canciones aparecen como combustiones desde un sintetizador analógico, entre corridas hacia el público, saltos que desarticulan lo estático, abrazos improvisados y un micrófono que pasa de mano en mano en un desequilibrio horizontal propio de cualquier comunidad punk. Guitarras no hay, pero la velocidad y los saltos están, al igual que el sudor. Compressor demuestra que el ruido puede ser sintético y seguir siendo callejero, que el pogo no depende de las cuerdas sino de la energía compartida, que el caos también puede venir en forma de tecla, loop o secuencia.

 

Los favoritos del público se basan en lo climático, como si fueran una extensión ciclotómica de nuestras propias existencias, desequilibradas y jubilosas. La banda se mueve entre pasajes más suaves y momentos de mayor intensidad, construyendo tensión y liberación. Esa alternancia mantiene al oyente en un flujo constante, donde cada detalle sonoro —un sintetizador, un efecto, una armonía vocal— contribuye a la narrativa emocional. “Compressor, Compressor, Compressor / Compressor te vinimos a ver, te llevamos en el corazón / te queremos, Compressor”, canta la gente, por encima de la música, mientras la banda prepara el siguiente tema, entre cervezas y agradecimientos. El griterío es cruzado, histérico, liberado, como un viernes por la noche que recién está mostrando sus colmillos.
Si, como escribió McLuhan, el medio es el mensaje, Compressor encarna la demostración más sudada de esa idea: no necesitan explicar nada porque ellos son la explicación. Su pulso de synth punk nace de una libertad lisérgica para desarmar y pensar todo a su manera, siempre entendiendo que el baile es un lenguaje en sí mismo. Un lenguaje donde el cuerpo metaboliza lo no dicho, lo que no entra en las palabras ni en las teorías. No buscan la perfección, sino el instante en que todo se desborda y, en ese derrame, aparece algo parecido a la verdad. El público lo sabe y lo celebra.
Cada sonido tiene su lugar y cumple su función. El bajo, profundo y controlado, se convierte en el corazón rítmico que sostiene la canción, mientras las voces principales se sitúan al frente con un tratamiento que combina reverb, logrando que cada frase resuene con intensidad emocional repetitiva y minimalista. Las armonías y el delay se entrelazan con sutileza, generando densidad sin saturar el espectro sonoro. La meta siempre es avanzar hacia adelante, pero ese avance nunca es una línea recta: es un zigzag constante, impredecible y hasta sobreencimado. Sin embargo, Compressor siempre sale de su enredo con solvencia, porque ningún demonio se pisa su propio cola, jamás.
Es Paglialunga, aka El Dami, quien funciona como el elemento desequilibrante en la ecuación de Compressor. Alma mater del grupo y, junto a Osvaldo Zulo, uno de los últimos representantes activos y todavía relevantes del under local previo al securitismo y a los paladares pasteurizados, El Dami encarna una forma de estar en el escenario que ya casi no existe. No posa, no administra su energía: se entrega por completo al acelere del vivo, como si cargara sobre su propia existencia la responsabilidad de que todo el público cruce esa frontera invisible que separa la diversión del éxtasis. Su misión es colectiva: peregrinar hacia lo inolvidable, aunque dure apenas cuarenta minutos.
Casi sobre el final, cuando el público ya está incendiado, saltando, gritando y batiendo los brazos al cielo, el micrófono pasa de mano en mano mientras Paglialunga se concentra en su sinte, sosteniendo el pulso que mantiene el fuego encendido. La escena es perfecta: la banda sonando, la gente cantando, las jerarquías disueltas. Cuando el tema termina y la explosión emocional se desata, el micrófono regresa a su lugar como si nada. El Dami sonríe y dice: “Esto es Compressor, qué buena banda somos”.
No lo dice con arrogancia. No suena a chiste autoconsciente ni a autobombo. Lo dice porque acaba de presenciar lo mismo que todos: una escena en la que el público fue tan parte de la banda como los propios músicos. Para El Dami, ese “somos” es genuino e integrador. Compressor, ante todo, es una banda de la gente y para la gente.
Un rato antes, la banda de La Plata integrada por Viole y Juampi fue el prólogo de la historia. Principio de Incertidumbre usa PC, un monitor dosmiloso, caja de ritmos, sinte, micrófono y una guitarra. Lo suyo es hardware epocal: no por vintage ni por retro, sino porque cuerpo y máquina forman la misma criatura sonora. Su interfase es lúdica y física, un territorio donde carne, metal y plástico se combinan para una fantasía. Sus canciones suenan robóticas y pisteras. “Seremos parte de su lista de datos. También que la base de Virus ha sido actualizada”, advierten, como si esa integración fuera el software necesario para activar el terreno. Con la máquina de ritmos encendida y los graves afinados, el efecto sorpresa estalla: nadie los conoce, y eso encanta. No hay warm-up, hay inmersión directa. El proyecto suena especialmente sólido cuando la guitarra entra para texturizar y expandir el beat que conduce todo.

La noche, en este tipo de recitales, no es simplemente el tramo oscuro del día. Es un desvío deliberado, una curva inesperada fuera de la autopista del cotidiano que nos exige rendimiento y claridad constante. Afuera, la vida opera bajo la lógica de la productividad, la vigilancia y la obediencia. Adentro, la noche abre un paréntesis donde el placer, el exceso y la comunión se vuelven más importantes que cualquier mandato. En esta guarida de Pichincha, la noche permite suspender el guión oficial que nos indica cómo hablar, cómo movernos, cómo sobrevivir. Aquí, en el pulso contracultural, el cuerpo se libera de su papel utilitario y recupera su poder expresivo. Se suda, se empuja, se baila, se abraza, se grita, se besa. No hay algoritmo que mida esta experiencia ni métrica capaz de traducir el momento exacto en que dos desconocidos se miran y entienden que están atravesando la misma vibración. La música funciona como un idioma de resistencia que no necesita traducción ni permiso. Cada pifie, cada acople, cada nota fuera de tono es una fisura en el muro de la normalidad, y por esa grieta se filtra lo vivo. La noche nos protege del afuera con su penumbra cómplice, pero también nos revela. Nos muestra que todavía podemos construir comunidad sin marcas registradas, que existe otra lógica más allá del cinismo global, y que el éxtasis compartido, aunque dure apenas unas horas, puede ser un acto político tan profundo como cualquier consigna. En tiempos donde el futuro parece propiedad privada de tecnócratas ansiosos por encerrar todo en pantallas, la noche devuelve algo básico y sagrado: el derecho a perdernos juntos, a encontrar sentido en el ruido, a recordar que seguimos aquí, latiendo contra el miedo. “Yo no quiero la comodidad. Quiero la poesía, quiero el verdadero riesgo, quiero la libertad, quiero la bondad. Quiero el pecado”, escribió Aldous Huxley. Y en noches así, todas esas cosas se vuelven posibles.

 

Escribe Lucas Canalda + Fotea Nacho Abstract

 

 

 

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