GAY GAY GUYS & GLADYSON PANTHER EN EL GALPÓN 11: CUANDO HABLA LA CONEXIÓN


Gladyson Panther y Gay Gay Guys volvieron a la acción presencial en una noche que marcó el reencuentro del Galpón de la Música con el circuito emergente.

El viernes 19 de febrero fue una buena jornada para el circuito musical independiente dado que mientras el Movimiento Unión Groove copaba el Anfiteatro Humberto de Nito con su AnfiMUG, el Galpón de la Música reabría sus puertas a una audiencia joven.
Luego de un extenso período sin demasiadas noticias sobre cuál sería su suerte durante la intendencia de Pablo Javkin, el anuncio de un ciclo limitado, pero diverso significó una noticia alentadora.
En el clásico recinto junto al río Paraná, Gladyson Panther y Gay Gay Guys lograron una buena convocatoria entre anticipadas y tickets en puerta. Considerando que la propuesta estuvo fogoneada por los artistas, un dato no menor en un verano donde las productoras, lxs managers y el amiguisimo juegan un rol determinante a la hora de gestionar salas y participaciones en festivales. Entre caos e incertidumbre, atravesamos un contexto que tiende a generar un cuello de botella que deviene en monopolio y leve aprovechamiento. Pero no todo está perdido.

Gladyson Panther y Gay Gay Guys fueron las propuestas de la segunda fecha del ciclo titulado “Ediciones Pandémicas” que arrancó el viernes 12 con The Rock and Rule Swing Band y Tiago & Los Pájaros, mostrando un Galpón de puertas abiertas, luces encendidas y una disposición preventiva acorde al contexto sanitario. No hay demasiadas precisiones acerca del concepto de mencionado ciclo, pero sí sabemos lo que está por llegar: Mica Racciatti/ Connie & Pablo el 26/2 y Prima Limón/Puesto en Marte el 7/3.
Con la campaña del comeback al hombro, las bandas salieron a comunicar a su forma y con los recursos disponibles. Perteneciendo ambas propuestas al roster del  sello porteño BPM, tanto el trabajo de prensa como el agite previo corrió por cuenta de los grupos, especialmente de Gay Gay Guys, quienes encabezaban la fecha. Sacudiéndose la modorra de la inactividad, el quinteto jocoso llevó adelante una mini campaña que sirvió para reunir a su público luego de demasiado tiempo sin encontrarse cara a cara. Tanto esfuerzo, al final, tuvo sus resultados, puesto que el readaptado Galpón estuvo mayormente ocupado en su extensión.
Reencuentro parece ser la palabra clave al referirse a la fecha del viernes: la situación de no se aplicaba únicamente a las bandas y al público, también corría entre conocidxs de recitales, o colegas de la música que no chocaban puños en largo tiempo. Además, la fecha era el comeback del Galpón de la Música para el circuito emergente, tras meses de puertas cerradas y silencio estático.
Noche de calor que junto al Paraná se sintió refrescante, asomarse al río paseando por el balcón del emblemático espacio se apreció como volver a casa. Si en 2019 -el año de los festivales- el Galpón había oficiado como base de operaciones obligada, el parate covidiano de 2020 caló profundo con sentimientos de nostalgia por los momentos perdidos.  Asimismo se experimentó una melancolía por lo no vivido, dado que a estas mismas alturas del año pasado se planificaban unas cuantas fechas festivaleras para otoño, invierno y primavera.
Entrar al Galpón fue como volver a la casa familiar luego de un eterno fin de semana de pesadilla. ¿Exageración? Quizás. Ahora, no se trata de un triunfalismo amnésico. Hay buenas razones para alegrarse por la reapertura de una sala tan querida:
-Con sus dimensiones generosas (las dos naves tienen en total 25 x 25 descontando escenario), el Galpón 11 ofrece espacio suficiente para cualquier protocolo de aislamiento. Además, con sus puertas corredizas abiertas dispone de una corriente cruzada envidiable, un punto más que favorable a medida que los estudios científicos que investigan al virus COVID-19 indican que la ventilación es fundamental para su prevención.
-Brinda un alto nivel técnico en cuanto a sonido, iluminación y elementos necesarios para la puesta audiovisual. Es fundamental que un espacio público garantice ese aspecto para artistas rosarinos que no siempre pueden acceder a semejantes condiciones sin comprometerse a arreglos inviables. Por eso es de vital importancia que los espacios públicos sean accesibles a los grupos locales para poder tocar. Es imperativo que las condiciones de acceso sean claras para todos y todas y así poder organizarse y apostar a construir. Se necesita que las reglas del juego se pasen en blanco (autoridades, arreglos, bases, disponibilidad) y que se abandone la danza de sombras que no deja claro a dónde dirigirse o con quién hablar.
-Una continuidad del Galpón de la Música bajo condiciones de comunicación claras podría ayudar a oxigenar el viciado aire que se respira en el circuito local por estos días, permitiendo la realización de una agenda diferente a los espacios culturales privados que, si bien abrieron sus puertas, también aprovecharon el extraño contexto para generar (o continuar) con tratos desiguales y una considerable inclinación por monopolizar la movida. Para grupos o sellos que se mueven sin manager o agencias de booking, o que no entran en el canon estético de programadorxs de dichos lugares, el Galpón podría significar una oportunidad ideal.
Volviendo a la noche en cuestión: La prevención sanitaria contó con una parafernalia y seteo que ya son habituales en la nueva normalidad: inscripción, datos y fever gun en el ingreso. Por supuesto, alcohol en manos al primer paso dentro del recinto. En la nave de concierto, las mesas estuvieron distribuidas en la correspondiente formación de islas (o burbujas) en una disposición semicircular. Las gradas, tanto al frente como a la izquierda del escenario, mantuvieron sus clásicas ubicaciones.


En un año de vértigo político, las cartas están en movimiento todo el tiempo. Las banderas, también. En voz baja, se había anticipado que Dante Taparelli, flamante secretario de Cultura y Educación, iba a dar el presente, quizás como un acompañamiento simbólico para el Galpón y su audiencia más joven. Las bandas no lo vieron, pero Taparelli sí estuvo presente, al menos por un rato.
Con los horarios ajustados de acuerdo a lo comunicado, la prueba de sonido respetó el tiempo estipulado. Mientras tanto, en la trastienda, la previa latía bajo un pulso enrarecido. La ansiedad era tan palpable como entendible. Se volvía a tocar luego de una considerable lejanía del público. Además del repertorio especial de reencuentro, se estrenaban nuevos temas. La clásica incertidumbre ante la convocatoria se hacía sentir con creces y un agregado: ¿Había público nuevo o eran los mismos de siempre? ¿El público se había mantenido o resentido durante el periodo de extrañeza que fue 2020? ¿Qué onda tocar con todxs sentadxs?
Por sobre todo, la sensación de la fecha fue ambigua: se trató de un regreso, pero también de una despedida. Para Gay Gay Guys, la partida (con puerta abierta) de Nicolás Andino – miembro fundador, pilar guitarrero y tótem rockero de esos que no se consiguen en los tiempos pasteurizados que corren- significa un antes y un después.
La salida de Andino abre interrogantes sobre el futuro sonido del grupo así como también acerca de su funcionamiento interno. Gay Gay Guys vibraba gracias a una constante fricción potenciadora. De personalidades fuertes y diferencias estéticas marcadas, el quinteto siempre avanzó sabiendo usar esa combustión interna como impulso.
La tensión entre hermanos de bandas no es algo novedoso en la música rock. Como ejemplo universal tenemos a los nativos de Forest Hills más argentinos que nos dio la historia: Ramones. Algunas semanas atrás, conversando sobre la banda neoyorquina con el guitarrista saliente, observamos esa dualidad identitaria de Ramones: Joey y Johnny marcaban química y magnetismo alrededor del compositor de hits que era Dee Dee. Pero cantante y guitarrista eran los tótems sobre los cuales se erigía la banda. Joey era romántico, irónico y sensible, siempre listo para vomitar sarcasmo; Johnny era terco, directo y falto de ironía. Todo lo que Joey tiraba con una mueca  socarrona, el guitarrista lo sostenía como un estandarte. “Como Juan y yo”, comentó muy atentamente Andino esa noche, marcando un paralelismo y riendo con ternura, sabiendo la relación profunda que mantiene desde hace años con Robles. Por supuesto, Andino y Robles nunca estuvieron enemistados por problemas de amores, dinero u obsesiones varias de sus neurosis complicadas. Tampoco ninguno es un nacionalista de derecha. Son hermanos declarados, compañeros de ruta, fundadores de una banda de rock que seguirá adelante.
Los chicos jocosos se hacen fuertes entre esas fricciones y diferencias. Con desgano, en ocasiones, otras con sed de salir a matar. Pero por sobre todas las cosas tienen química. Mucha. Guitarras, distorsión, rocanrol lumpen infiltrado con altas dosis de pop (desde NerdKids y Miranda! hasta la sofisticación cyberpop del artista antes conocido como Lesbiano).
Con la publicación del muy recomendable Droga y Delincuencia, Gay Gay Guys salió a tocar por donde fuera posible. Tocaron mucho y lo hicieron bien. En Rosario, se corrieron de la comodidad del centro, buscando otro circuito, intentando llegar a gente nueva. Fueron a La Plata, a Capital Federal y también al Gran Buenos Aires. Usando las herramientas disponibles, el grupo activó fuerte, logrando una atención piola, pero que resultó insuficiente para poner al disco en el lugar que se merecía. Recurriendo a la metáfora popular, salieron a comerse la cancha. El asunto es que no había demasiado para devorar. Con pocos medios de comunicación dispuestos a escuchar en su ciudad natal y con la barrera de notas pagadas en Buenos Aires, el grupo hizo lo posible. En términos de difusión faltó una planificación certera por parte del sello editor para acompañar al álbum. Se trató de detalles no menores que BPM fue puliendo con el paso del tiempo.
En 2019, todavía con el disco en caliente, Los Gueis ocuparon muchos escenarios, haciendo sonar fuerte las canciones que conectaban con otro público. La ironía contagiosa del primer álbum dio paso a algo mayor: había arreglos, hits coreados por el público y una mirada expansiva sobre la urbe rosarina como cárcel mayor, esa que alberga contrastes obscenos, marginalidad, y entramados artísticos-culturales que devienen en choques clasistas.
Jugando de titulares en las grillas de convocantes festivales autogestivos demostraron que finalmente se habían asentado como banda luego de la incorporación del baterista Seba Erquicia. En directo convencieron, tanto a lxs neófitxs como a lxs desconfiadxs, de que habían encontrando el punto justo para los shows: supieron qué tocar, qué explotar, armonizaron los roles sobre el escenario; el feedback con el público siguió presente, pero entendiendo que el protagonismo corre por cuenta del artista. Ese resultado llegó luego de un proceso de decantación. Se curtieron tocando, ganando experiencia en el estudio, pero además reflexionaron a partir de las críticas constructivas (y no tanto) que siempre les cayeron. Chocaron contra la pared, una y otra vez (especialmente Robles) y ganaron claridad.
En tiempos de bandas de Spotify -esas que envían gacetillas ampulosas donde los párrafos cuentan con la potestad de decir absolutamente nada, jamás se presentan en vivo y tienen demographics compuestas por usuarios que no se movilizan más allá de un clic- Los Gueis pueden parecer un manojo de rotos anacrónicos, lúmpenes poco cool y encima sin rosca que los haga figurar (y validar), sin embargo siguen adelante, creciendo de manera modesta, pero real.
2019 marchó bien por prepotencia de trabajo y música. Remitirse a ese periodo trae un sabor agrio: el invierno macrista parecía interminable; no había un mango; la burocracia municipal alcanzaba un nuevo nivel; la mayoría de los festivales eran gratuitos (para el público) y las fechas propias naufragaban en el riesgo de ir a pérdida o pelearse con los bares por no vender suficientes entradas (o porque se habían vendido bien y la liquidación no cerraba). Todo parecía roto entre la desidia y un hastío generalizado a nivel nacional que se inflaba mientras se agudizaba la grieta. Sin embargo, en ese panorama devastador, había estímulo. Con tanta mierda alrededor, las pulsiones de vida y muerte ardieron fuerte, generando atisbos de organización y resistencia colectiva. Estructuralmente, todo languidecía, pero había energías renovadoras que prometían un futuro diferente.
Entonces llegó 2020 y dijo “Hold my beer”. El resto es historia.


“Hacía tiempo estaba dando vueltas con no tocar más” comenta Nicolás Andino. “Una parte por cansancio de lo difícil que es tocar, otra porque siento que no tengo nada para aportar a los temas nuevos”, agrega.
“Hay muchas razones, pero ninguna mala. La sumatoria de pequeñas pavadas combinada con el pésimo 2020 que tuve, con la probabilidad de que el 21 sea peor, fue demasiado”, comparte el guitarrista que también integra la banda Los Parrilleros del Paraná.  “Hace un montón que estaba así, pero siempre me zafaban ciertas cosas: una fecha piola o un viaje. Ahora siento que ya no me zafa nada”, detalla.
Andino concluye desdramatizando: “No me hagas quedar mal”.
El guitarrista suena escueto acerca de la despedida. Pero sus palabras alcanzan. Algo del sentir de Andino puede tomarse como un síntoma de los tiempos. Es algo superador al violero de la gorra de Chevrolet, se trata de una consecuencia de un periodo que golpeó duro a millones de personas alrededor del planeta. No hace falta irse demasiado lejos. En Rosario son muchxs lxs músicxs que atravesaron replanteos profesionales, de energías y de prioridades. Los interrogantes existenciales se hicieron sentir en varios sentidos y con gravedad. El de Andino no es un caso especial, ni siquiera es original: son muchos los grupos que los últimos diez meses vieron cambios en su formación o directamente llegaron a su fin. Esa perturbación en la Fuerza sigue, ya varias separaciones o nuevas formaciones serán comunicadas próximamente. El temblor de la pandemia no golpea únicamente con la enfermedad, sus estragos lo atraviesan todo.
Mientras tanto, en el camarín, Santino Martin alias Gladyson Panther se va vistiendo. Tras maquillarse, pide ayuda para colocarse una túnica (confeccionada por su suegra) de monje black metal meets héroe del Auto-Tune. Con el vestuario listo, sube al escenario.
Para la ocasión, el grupo presenta una formación de trío: Pandinator en bajo, Lusio en sinte y El Glady en voz, Auto-Tune y guitarra intermitente.
La primera parte del show fue un hibrido entre trap, psicodelia y delirio. Se había anticipado que el concierto mostraba otra estética. El resultado fue una incursión a fondo en un lenguaje sonoro atravesado con su propia versión delirante de hyper pop. La sociedad artística Martin/Lusio está jugando con los límites, borroneándolos a su modo, tratando de perforar una burbuja a ver qué sale. El experimento no está mal, para nada. Pandinator, con las cuatro cuerdas, hace coros en falsetto que sientan muy bien. Esos arreglos demuestran lo ajustado y pensado que está el repertorio. Pero dos puntos empañan al vivo: el volumen está demasiado bajo y el Gladys no se queda quieto, le mete gambeta hasta a sus propios compañeros. Cincuenta por ciento manija y cincuenta por ciento ansiedad, es natural, pero al final atenta consigo mismo.
Luego de unos 15 minutos de trap inquieto, Martin se queda a solas en el escenario. Con su guitarra eléctrica colgada, emprendiendo un set despojado. Paradójicamente, es el momento que más acompañado está: la gente canta a la par, en algunos casos, hasta adivinando sus quiebres y guiños. Cuando emprende «Courtney Love», el guitarrista Iván Giménez AKA Zona Sur asoma sobre un costado del tablado. Entre miradas se dice todo y Giménez se suma – a los saltos- para cantar el himno adolescente post-grunge.
Otra vez en banda, llega el talentoso saxofonista Juan Duque, que sube para varias canciones, incluida «Llamas» track del proyecto que mantiene con Lusio y publicó el disco Tiempo. Además, Amelia Sagarduy se suma para hacer el pop prístino de «Puntos», uno de los highlights de la noche.
Lo mejor de Gladyson llegó cuando estuvo con la banda completa en dinámica de invitadxs, especialmente junto a Duque. Como cuarteto, el movimiento de Martin se modificó -se enfocó-, armonizando inmediatamente con el resto de la banda. Para entonces, el volumen se había acomodado.
Darse a la experiencia Gladyson Panther, en cualquiera de sus etapas y formaciones, es comprender que actúa sin redes de seguridad. Santino, salta. El aterrizaje nunca es una prioridad.
Martin está explorando todo el tiempo. Los paradigmas cambiaron y el escenario es terreno a descifrarse. Lo que antes ocurría en un claustro (un estudio, una sala de ensayo, shows alternativos, en su propia habitación) ahora toma lugar sin restricciones frente al público. Lo fascinante pasa por allí: la nueva generación de pibitxs (Martin, CiroCiroCiro, Mateo, Amelia, Afrikan Koalas, Ele Mariani) está creciendo ante nuestras miradas sin temor al error.

Con Gay Gay Guys sobre el escenario el viaje fue extenso. La condición de reencuentro con el público y despedida de Andino deparaba una lista extensa con temas de todas las épocas y más sorpresas. En ese sentido, el repertorio se lució por sus matices. El grupo aprendió a disfrutarlos, pero también a explotarlos para pasear a la gente a través de estribillos, ironía e introspección. Robles y Giménez encontraron el balance ideal en lo vocal: se secundan, se hacen lugar, se respetan.
«Droga y Delincuencia», «c» y «Saladillo Blues» con su fórmula de tensión y estallido catártico que se extienden por algo más de cinco minutos explican el punto madurativo de la banda: son canciones con partes, texturas y arreglos; manejan los climas, sosteniéndolos y encontrando disfrute. Entonces el estribillo explota, con toda la gente encima. La banda cambió la velocidad del primer disco por el clima sostenido: si la diversión socarrona casi pistera se agotaba rápido en vivo, ahora los conciertos viajan con todxs a bordo.
Por supuesto, la velocidad persiste. «70/30» sigue afilada y vigente: especialmente cuando algunos espacios de doble discurso no lo sueltan. Allí Gay Gay Guys demuestra su data generacional: rápidos y chispeantes, tomaron lo divertido de Strokes y lo hicieron producto bruto nacional.
CyberAngel fue uno de los invitados de la noche. Portando guitarra acústica –algo inédito para el público y hasta para él mismo- acompañó al grupo durante varias canciones. Amén de un cable que molestó durante los primeros minutos, el agregado hizo una diferencia significativa. Lo lógico hubiera sido invitarlo a cantar, pero corriéndose de la obviedad, el input de CyberAngel ayudó a imaginar a la banda como algo mayor. Con unos 15 minutos sobre el escenario, CyberAngel fue uno más, apuntando algo que no sabíamos que necesitábamos. ¿El próximo material del grupo irá por orillas más melódicas? El tiempo lo dirá.
En clave sexteto «Droga y Delincuencia» (con el filoso punteo de Andino) se transformó en «Feliz año nuevo» casi sin corte. Mediante un formal “Con ustedes, Gladyson Panther”, Giménez anunció al invitado que rápidamente tomó el micrófono. Siete locos sobre el escenario, decenas de gargantas acompañando. Las sillas limitan, pero la gente está prendida.
Con Robles anunciando que se trataba del último concierto de Andino, hubo un cálido aplauso para el guitarrista saliente. El cariño se manifestó con gritos alusivos (“No te vayas, Chavo”) de muchos colegas presentes para la ocasión. Nico brindó a la salud del público y siguió tocando.
Parte de la historia desde el principio, Andino fue fundamental para la identidad del grupo. Agotado por el viaje, ahora su prioridad es tomar algo de perspectiva, resetear su sentido de propósito en la música. De manera informal, baraja ciertas inquietudes que todavía están lejos de ser proyectos. Gay Gay Guys, por su parte, ingresa en nuevo periodo. Artísticamente están en un buen momento. Lo más difícil del presente contexto es intuir si los vientos corren a favor o en contra, pero sin dudas los Gueis correrán fuerte hacía su propio camino. Después de todo, no están tan locos, lo suyo es exceso de vida.

 

Por Lucas Canalda y Renzo Leonard

 

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