MARIANA ENRÍQUEZ, LA LABURANTE

La escritora presentó No Traigan Flores, espectáculo donde celebra la lectura mientras se expande hacia lo performático. Su llegada generó revuelo en el fandom rosarino, prueba de un fenómeno que excede nichos y tribus. Entrevista, acompañamiento y postales desde otro lado del suceso.

 

El mundo ha vivido equivocado respecto a Mariana Enríquez. Su fandom se refiere a ella como Reina Madre del Terror o La Tía Oscura. La prensa internacional la cita como la rockstar de la literatura. Mariana, en realidad, debería ser conocida como La fuckin ama del Don de gentes.
Mariana conecta con la gente. Lo hace desde una sabiduría de la contemplación silenciosa que data de años. La niña que escucha historias supersticiosas de su abuela; la adolescente que descubre los secretos familiares; la joven que sublima deseo y trauma generacional detrás de su máquina de escribir; la periodista que sale a rastrear obsesiones. Desarrolla un instinto. Asimila. Los años profundizan su saber. Lee un millón de libros. Vive experiencias. Se entrega a ellas. Se arrepiente de una. Conecta porque sabe. De gente. De deseo. De miedos.
El espectáculo No Traigan Flores confirma la maestría de Mariana para leer las sensaciones, los reflejos y las pulsiones de la gente. En este caso, su público, algo más de 1200 personas presentes en el teatro El Círculo.
No Traigan Flores toma forma con el contrabajista Horacio “Mono” Hurtado, Alejandro Bustos en visuales con arena y Mariana como responsable de las palabras. Los tres emprenden una construcción que se sostiene con tensión y curiosidad.
Los textos marcan el camino, pero no el pulso: eso queda a cargo de la autora. Su respiración marca la tensión. La curiosidad deviene del qué va a tirar ahora. Mariana es la voz lectora, pero se gambetea a sí misma porque quiere desdramatizar. Necesita hacerlo. Entonces lee, comenta, contempla una confesión: “Yo miento bastante”.  Es una advertencia que se percibe falseada. ¿Miente o imagina? ¿Miente o performa? No sabemos, pero está haciendo alguna de esas opciones. O todas. Parte del encanto de No Traigan Flores radica en eso: ensayar una respuesta. Ella, mientras tanto, se divierte.
Mariana desaparece del escenario procurando dos falsos intervalos. Hurtado y Bustos sostienen la atmósfera desde puntales de espontaneidad estipulada. El primero apela a un free jazz módico, el otro rubrica paisajes cambiantes. Ambos se encuentran en un mismo fluir mientras esperan a la escritora. Los tres parten de un mismo lugar generando un relieve que yuxtapone los elementos: Mariana suelta la lectura a la par de la arena expresionista de Bustos. Hurtado, siempre en un tercer plano, es quien mayor libertad tiene. Su contrabajo no es base: teje por encima de la voz y las ilustraciones. Envuelve, oculto, casi sin levantar su mirada del piso. Cuando el equipo sostiene su vuelo logra algo onírico. Son instantes preciados. Contados.
Se escuchan pasajes de Nuestra parte de Noche y cuentos de diferentes épocas. También incursiones por fuera de la ficción. El clima se tensiona. Las respiraciones se entrecortan. La mitología escala alto, lo suficiente para marear cualquier GPS, borrando fronteras políticas. Lo idiosincrático, en cambio, siempre se mantiene. Mariana lo utiliza como recurso climático. Sabe de momentos y expresiones. Conoce el instante exacto para pausarse y mirar directo a los ojos del enjambre.
Entre salidas de estudiada espontaneidad, Mariana se expande hacia lo performático. Es un rol logrado mas nunca forzado. El escenario funciona como puente hacia su verdadero terruño: la patria lectora. No Traigan Flores es tanto encuentro como celebración de la lectura. Mariana, leyendo desde sillones de un living cálido que podría recibir visitas fantasmagóricas de Anne Rice como apariciones cariocas de Manuel Puig, invita desde su performance de medium mientras que atrapa desde una complicidad implícita impulsada desde la multiplicidad de roles: escritora-lectora-periodista-feminista-ñoña-rockera-obsesiva-hija-nieta. Puede parecer demasiado, pero su voracidad entiende el equilibrio que amerita la ocasión. Se advierte un periodo de depuración real. No se trata de ensayos, se trata de la gimnasia de la escritora que viene haciendo un arte de la oralidad y la espontaneidad.
Detrás de todo, asoma otro background: la Enríquez que conoce la fisura, aquella que sabe prever el timing exacto en que estalla el bardo. Mariana lee libros. Mejor aún: lee personas. De la misma forma en que entiende cuándo irse de la fiesta porque se pudre, sabe a la perfección cuándo pinchar al público, cuándo girar el puñal, cuándo aflojar. Mariana se atreve porque se divierte. Se atreve porque gusta del desafío.
Mariana Enríquez rompió los límites hace rato. Lo hizo sin responder demandas o expectativas ajenas. Ahora disfruta desde su carisma cansino que desborda guetos y fulmina preconceptos de lo que debería ser su figura de escritora aguda, periodista cultural, intelectual o referente del género de terror.
En su totalidad, No Traigan Flores expresa algo que Mariana nunca termina de decir en voz alta: no te debe nada. Es más que una mueca punk: se trata de un recurso tan lúdico como divertido. Patear el tablero para desacralizar casi todo. En primer lugar al bronce de la escritora, siguiendo por el aparataje del fandom gótico y el mundillo del género fantástico y del horror. Por último, quizás el punto más importante, desarticular la estrechez highbrow del canon académico argentino que dictamina el buen gusto de la literatura.

A cuarenta días de la fecha, la mitad de las localidades está vendida. De todas formas, no se relaja. Mariana se pone la campaña al hombro. La rotación de prensa es considerable antes de su llegada al teatro rosarino. La actividad de Mariana se intensifica a medida que asoma el miércoles 12 de julio. Diarios, radios, portales, televisión, streaming y hasta sorteos en redes. Mientras tanto, su centro de gravedad se sostiene intocable: se enfoca en sus libros y otros asuntos, como artículos periodísticos y la inminente reedición de Cómo desaparecer completamente (2009), por Anagrama.
En el último tiempo Mariana estuvo trabajando en dos libros: uno dedicado a la banda británica Suede y otro de cuentos. La semana previa a su arribo a Rosario, ambos están en instancias finales, casi listos para enviar a sus respectivos editores. Cuando llega, tiene todo terminado.
Mariana sostiene un ritmo constante. ¿Intenso? Ella lo desmiente (“No trabajo tanto”).  Algo es cierto: no afloja. Se concentra en sus libros al igual que en sus páginas de no ficción. Prepara prólogos para títulos ajenos. Agenda funciones por las provincias, cierra otras apariciones en Capital Federal. Se involucra. Lee. Arma. Reseña. Escribe. Imagina. Edita. Escucha. Lee. Hace reemplazos en Página 12. Reescribe. Piensa. Entrega. Cumple. Lee. Repite el ciclo (“En serio, no es tanto lo que trabajo”).
Volviendo sobre los epítetos que pululan por redes para referirse a Mariana: nadie puntualiza sobre Enríquez, la laburante, esa que trabaja desde jovencita con las herramientas de siempre. Si en los libros encontró mundos liberadores, en la escritura descubrió posibilidades. Entre ellas, la forma de ingresar a nuestro plano, a la realidad. La adolescente que aporreaba su máquina de escribir entendió que así podía ganarse la vida. Desde entonces no paró.
Los últimos años trajeron reconocimiento y un estallido controlado. En el extranjero, sin embargo, la situación sigue escalando de forma tímida pero estable. Éxito. Boom. Mariana prefiere pasar de ambos términos. Desacraliza los laureles y desconfía del prestigio. Hoy en día labura más que nunca: como escritora, como periodista y entregada a la experiencia performática de No traigan flores.
Detrás de esa fuerza que sostiene sin pausa habitan los traumas generacionales de una niña que supo comprender los descalabros económicos de su país y los efectos nocivos que ejercían sobre su familia inmediata, la de sus compañeros de escuela, la de sus amigos. Más tarde, ya una joven independiente, la historia no sería diferente. Rumiando dentro suyo, el trabajo no cesa en Mariana: es un estigma y una oración que reverbera infinito por una Argentina que siempre depara golpes inesperados.
“Para mí sigue siendo así, puede venir un palo. Por más que mi realidad personal haya cambiado, en mi cabeza sigue siendo de esa forma. Una cosa es la realidad personal y otra es poder racionalizarla. Hay algo medio contrafóbico por más que me vaya bien con los libros. Ahora, mientras estoy hablando con vos, estoy terminando un libro que sale en Chile. El fin de semana cierro uno de cuentos que sale el año que viene. La verdad es que no siento que haga tanto. Creo que, más allá del buen momento, hay algo traumático que no me deja soltar. Chau, hago menos cosas, me puedo relajar. No. No. Siendo de Argentina, y de Latinoamérica en general, nunca podés estar del todo relajado. Lo cierto es que no le tengo confianza a una bonanza pasajera. Para nada. Cuando no pueda trabajar, no podré, pero por ahora está todo bien. No me estreso mucho. Es tranquilo el asunto. Estoy re loca, sí. Es un caso mío de estar re loca, está clarísimo”.


Existe una postal en loop: en el marco de presentaciones de libros, entrevistas públicas, ferias, clases magistrales y un largo etcétera, Mariana casi siempre está acompañada por alguna figura erudita rebosante de academicismos. La misma postal se multiplica en diversas ciudades del país: Rosario, Córdoba, Tucumán, La Plata o Mendoza. Parece ocurrir algo idéntico en el extranjero. Se trata de personas que cumplen con maestría su función, sin dudas logrando que la escritora protagonista se luzca. Aun cuando eso sucede, siempre ronda una sensación de distancia. Gracias, pero no, gracias. A Mariana no le interesa cuadrarse en lo académico. Ella, con cintura, planea por encima de la erudición, logrando enlazar la curiosidad del público con las preguntas de sus interlocutores, haciendo gala de la plasticidad propia de alguien que caminó mucho. Juega con la calle, con la academia, con los aprendizajes adquiridos desde su habitación, las lecciones de la redacción, las lecturas arriba del colectivo y los fantasmas que la hicieron: los individuales, los familiares, los generacionales.
Como baqueana de territorios literarios, puede hablar con soltura sobre el condado de Yoknapatawpha creado por William Faulkner, o referirse a la geografía de la Santa María de Juan Carlos Onetti recurriendo a expresiones populares que llegan desde el fútbol o desde algún meme de los confines de la Internet. De presentarse la oportunidad, el Heathcliff de Emily Brontë y la Akasha de Rice podrían terminar en el mismo desarrollo que El invunche, el Pity o la Irene Andrade de Silvina Ocampo. Mariana no presume de claustros ni de calle, muchos menos de academia alguna. No hace una performance de Topper gastadas. Se mantiene en su base: una lectora consumada; una curiosa feroz. Encuentra lo que no busca en aquello que resulta inesperado. Toma nota mental. Lo escribe. Saca fotos con el celular. Guarda. Descarta. La escuela de la curiosidad.
Mariana evita lo rebuscado, prefiere la soltura. De sus interlocutores siempre rescata algo. Encuentra las formas de conectar. Vuelve la pregunta: ¿Don de gentes? Queda claro que Enriquez se involucra sin jugar el papel que proyectan los demás sobre ella. De existir un deber ser para Mariana Enriquez, ella no tendría interés alguno en corresponderle. Alguna vez, sin embargo, esa presión fue algo real. La sintió durante años. Mirando atrás invoca aprendizajes. La firmeza de su seguridad, mientras tanto, está lejos de ser inexpugnable. En ese sentido parece que algunas conversaciones permanecen merodeando en su cabeza, como combustible que cataliza acciones y certidumbres del presente. Desde allí construye con una ansiedad que parece haber domado con oficio, pero, otra vez, como la buscadora inagotable que siempre fue.
“Qué tema ese”, mastica. Enríquez articula con verborragia. Se detiene. Respira. Vuelve atrás. Se entiende a sí misma. Comprende a la Mariana adolescente, a la Mariana escritora revelación, la más joven del país que surgió en 1995 con Bajar es lo peor.
A medida que desarrolla la respuesta, los matices se vuelven coloridos. Aun cuando su tono es sucinto, se percibe una amplitud de gestos. Se advierte, sin estridencias, la complicidad que sugiere. Es innecesario redundar sobre punchlines, curvas o ganchos. En épocas donde escasea la sutileza se agradece que la escritora evite la condescendencia de explicar o rematar su guiño. Respetar la inteligencia del otro en un mundo horrible que no tiene decoro es un gesto revitalizante.
Volviendo al deber ser: “Alguna vez supe sentirlo, cuando era muy chica. Por aquel entonces sentía que no estaba lo suficientemente formada. No me refiero a la literatura que me gustaba, sino a la literatura argentina, a entender la gauchesca. Ahora me río, pero en ese momento era en serio. Había algo del no haber sido estudiante de Letras, de lo no académico, que sí sentí al principio. La gente cuando puede no ser amable, lo es. Me lo hacían sentir. Llegó un momento en que comprendí que toda esa gente no sabe quién es John Peyton Cooke. Ni la menor. Yo sí. Leí toda su obra. Leí todos los libros de vampiros, los que no son de vampiros, los libros gay, todos. Lo mismo con James Purdy. Te estoy hablando de libros que no conoce nadie, que son para charlar con algún académico. Esa es una parte mía. Un mundo de lecturas locas, ponele. Después, la otra parte, la de escritora argentina que debía responder a ciertos cánones de lo que se lee o se debe haber leído, o lo que tiene que escribir una escritora argentina desde lo más tradicionalista. Ahí sí lo sentí. Después me dije que no, que todas las influencias extranjeras, lo relativo a la traducción, además de toda la cuestión pop, todo eso es re argentino también. Primero, porque vivo acá. Vos pensá que nunca me fui a vivir a otro lado. Ni siquiera en el sentido de recibir una beca. Entonces me dejó de preocupar. Igual, siempre hay una cosa así… Una distancia. Ahora que me leen muchos adolescentes hay una cosa notable: ‘¿Por qué no te graduás del género si vos escribís bien de verdad? Tenés muchas influencias muy cultas y leíste a los grandes escritores. ¿Por qué no te movés de ahí?’. Está eso. Yo escribo lo que quiero. No puedo sentarme a escribir para un policía de lo que sea. Lo siento, pero ya no me perturba porque ya no me importa… mucho. Sucede que empecé a publicar a los 21, tengo casi cincuenta, si en algún momento no me saco la mirada del otro, voy muerta. No es que no molesta esa mirada, ojo. La siento, la percibo. Sé que hay una idea: escribe para adolescentes. Como si eso fuese malo. ¿Sabés qué me ayudó mucho? La producción que hacían los chicos hijos de desaparecidos. Leía los cuentos de Félix Bruzzone, que escribía cosas súper irreverentes, sobre todo para la militancia de derechos humanos. En sus cuentos pensaba en qué iba a hacer con la indemnización que le daban por su papá. Sus cuentos eran sátira. Me hizo pensar mucho. Lo mismo Albertina Carri cuando hizo (el documental) Los Rubios y lo mandó al INCAA solo para que le respondan que tenía que hacer una película seria sobre su padre. Ella tiene que hacer lo que se le canta, ¡es su papá! Que venga la autoridad protectora de cómo tiene que ser una memoria única, dejate de joder. Al ver todos esos desafíos de pibes de mi edad, que estaban mucho más en la línea de fuego que yo, me hizo aceptar el ‘Que piensen lo que quieran’. Quienes te explican cómo ser escritora son fantasmas. Fue importante entender eso. Fue comprender que estás solo. Esa soledad y esa libertad te dan un vértigo con el que podés hacer algo. Lo sentí bastante. Te diría que lo entendí en 2009 o 2010, más o menos, ya hacía veinte años que escribía. Ese momento fue súper liberador”.

La estadía de Mariana en Rosario es breve, aunque intensa. La agenda se estipula con meses de anticipación a partir de los horarios que demanda la función en El Círculo. Con todo, la visita todavía conserva algunas sorpresas. Algunas se anuncian cuando se acerca la fecha, otras quedan en el ámbito de la discreción: el martes 11 por la tarde se planea una visita al cementerio El Salvador guiada por Dante Taparelli, secretario de Cultura. Finalmente, la idea se pospone por la hostilidad climática. A la mañana siguiente llueve con mayor intensidad, malogrando todo definitivamente. Sottovoce, por otros canales, se la declara visitante ilustre. En medio de la campaña furiosa, no obstante, nadie se hace tiempo de gestionar ningún evento. Las elecciones demandan la atención todos los días hasta bien entrada la noche. Nadie se muestra demasiado interesado en la ciudad de la cultura. El productor local, queriendo activar por su lado, fantasea con armar algo íntimo en El Diablito, pero la intención no progresa.
Cuando se anuncia una firma de libros en Oliva, para las tres de la tarde del miércoles, la noticia se viraliza de inmediato. Ochenta minutos antes de la hora estipulada, la librería tiene a una treintena de personas desperdigadas por los pasillos. A la hora señalada el fandom ocupa todo el interior mientras afuera se arma una fila bajo la lluvia. La baja temperatura del día retrocede mientras la gente se aprieta, ignorando las indicaciones y pedidos de orden de los encargados, quienes tienen que trabajar entre el enjambre creciente. Nadie se quiere mover de su lugar por miedo a quedarse sin firma, sin foto, sin intercambiar una palabra. Natalio Rangone, responsable de Oliva, sonríe por lo bajo por la situación extraña y recuerda la visita anterior de la escritora, en 2018, cuando charló para poco menos de treinta personas. Ahora su sonrisa se desdibuja rápidamente mientras piensa en la gente afuera, con frío y expuesta a la lluvia. Dice que tendríamos que hacerles lugar adentro. ¿Adónde?
En la firma caduca el orden de llegada. No se forma ninguna fila. Se produce una amable histeria donde cada persona planifica cómo llegar hacia el sillón en cuestión, todavía vacío. Mirando hacia los costados, la gente mide distancias y calcula el siguiente movimiento. La mayoría sostiene en sus manos Nuestra parte de Noche, seguido de cerca por Los peligros de fumar en la cama, edición de Anagrama.
Queda, todavía, una vuelta de tuerca que refuerza la ansiedad: antes de la firma se graba una entrevista para Club de Lectura, el envío de Televisión Litoral. Mariana llega ante un escenario apretado. Pasadas las tres de la tarde, Rangone pide a viva voz que la gente arme un pasillo para que la escritora pueda pasar. Si bien se solicita silencio, el público celebra las respuestas con risas tímidas que van creciendo. Transcurrida media hora, la nota llega a su fin. Apenas se libera el espacio, el enjambre avanza. Entre firmas y fotos hay abrazos, regalos, preguntas y comentarios. Mariana escucha, responde, se ríe.
Una joven que apenas parece superar los veinte años le entrega sus libros, se arrodilla a su lado, pero no le pide una foto. La estrecha en un abrazo para decirle, en voz quebrada: “Gracias por ayudarme a enfrentarme a mis fantasmas. Siento que debería pagarte a vos todos los años de análisis”. Mariana no atina a más que darle otro abrazo. La contiene. No hay margen para otro gesto. La chica se retira. El enjambre vuelve a cerrarse. Más firmas, más libros, más fotos. Mariana es amable con cada persona que se acerca hasta que llega el final, cuando se hace la hora de partir hacia el hotel y encaminarse al teatro.
En vivo y en directo, cara a cara, tiene un comentario para cada quien. Como escritora la cosa cambia. Mariana, al igual que tantas otras mentes creativas, crea personajes que calan profundo para luego someterlos a situaciones de horror. En esa escritora habita algo de misantropía. En ese sentido, tampoco es amable con sus lectores: el dolor de sus creaciones, muchas veces, pertenece a quienes leen. Ella mima a sus personajes hasta que su pulso descarnado ejecuta lo que corresponde.
Como escritora nos dirige hacia lugares que no queremos habitar, nos apunta ahí donde no deseamos mirar. Hay algo. Hay cosas. No sabemos si están vivas o muertas, pero existen. Las tenemos encima, encorvando nuestra existencia; una carga constante que cobra cada día mayor espesor. Debajo de todo eso, Mariana procura una luz catártica desde una pulsión que sublima página tras página. De esa forma la escritora conecta, una y otra vez, con miles de personas, más allá de sus edades, sus idiomas o sus latitudes.
“Qué te he dado, lo sé. Qué has recibido, no lo sé”, supo escribir Antonio Porchia, imaginando a quien tenía frente a sus libros. ¿Mariana Enríquez piensa en quienes leen sus páginas? ¿En su voracidad insomne tiene en cuenta a ese otro que habita frente a sus libros? “Es muy abstracto. Vos no sabés lo que le gusta al lector. Cada persona se engancha por algo diferente. Además, llega un momento muy raro en la escritura en que te dejás llevar y realmente estás escribiendo para vos mismo. Podés meter la pata ahí. Ahora estoy terminando un libro sobre cómo soy fan de Suede. No sé en qué va a terminar. Tiene doscientas páginas. Después se lo paso al editor y se verá. Quizás se arranca los pelos. No sé a quién le puede gustar más que a mí. Seguramente alguien se va a interesar porque se analizan aspectos sobre el fandom u otras cosas raras. Cuando estoy escribiendo tres páginas sobre una misma canción me digo que es demasiado. Llega en un momento en que estás entregada a la escritura. Estás abajo de la ola y no hay un afuera. Creo que pienso en el otro recién cuando se publica. Ahí pensás en los lectores. O cuando estás corrigiendo. Observo cosas mías. Pienso ‘¿Qué onda? ¿Qué hice?’. Pero es después de todo, cuando la escritura se terminó. Cuando escribo todavía tengo demasiada carga personal como para pensar en los lectores. Pienso mucho en ellos cuando escribo otras cosas, cosas más de periodismo, no ficción, prólogos. Escribir el libro sobre Silvina Ocampo me tuvo considerando muchos aspectos. ¿Cuánto se banca el lector? Tengo esa cuota de pensar en el lector. Existe el lector, pero lo tengo presente en ese costado. ¿Qué le puede gustar? ¿Cómo lo hago atractivo? En el periodismo y la divulgación sí pienso en eso. En la ficción pura tengo un campito de juego donde, por suerte, puedo levantar la cabeza y mirar alrededor”.

En actividad desde hace treinta años, en la actualidad Mariana Enríquez es mucho más que una simple escritora: sus títulos fueron creando un universo único, con estilo propio, guiños cómplices y traumas recurrentes. El dolor, por supuesto, está presente, siempre. Sus personajes lo saben. Sus lectores, también. Ella arma y desarma. Desarticula como la creadora que es, sintiéndose libre en su laboratorio de hacer discreto.
Si eventualmente podemos sentir cierta misantropía de su parte para con sus personajes, está lejos de ser una afirmación que pueda aplicarse para su obra entera. Ni la escritora ni la periodista, al igual que la curiosa-buscadora constante, se pasaron a ese otro lado como sí hicieron varios de sus referentes. Onetti y Alan Moore se desataron en la misantropía hasta hacerse carne, cada uno a su forma, creando sus respectivos universos. J.G. Ballard, por momentos, se dejó tentar, probando otros horizontes. Quizás descubrió una faceta propia que lo atemorizó, decidiendo no adentrarse en demasía. Faulkner, enorme, inconmensurable, fue y volvió, probando todo, haciendo sin parar, conociendo los extremos.
Faulkner partió hacia otro plano hace rato. Onetti se extinguió en 1994, un año antes de la aparición de Bajar es lo peor. Ballard murió en 2009, cuando Mariana todavía no había sido traducida al inglés. Moore, gigante contemporáneo, vive con lucidez, sediento de lecturas, asqueado del afuera. Recluido en un silencio que rompe cuando tiene algo sustancial para decir, recientemente manifestó su admiración por el trabajo de la escritora argentina.
Habiendo aprendido tantas lecciones de sus maestros, Enríquez nunca caminó la senda de la misantropía. Trauma, dolor, desesperación, angustia, compulsión, claro que sí. Pero también, a veces, algo de redención. La paz no es una rareza en sus libros. Abunda desde la extrañeza. El dolor accede a la paz. La desesperación puede amigarse con el sosiego. Para Mariana, “mueran humanos” nunca fue un grito de guerra sino una banda, la de sus amigos.
“Lo que me salva es que todavía me entusiasma lo que hace la gente. Me pasa que voy a una muestra de arte y digo chau, está buenísimo esto. Todavía escucho un disco nuevo y me gusta. Leo cosas nuevas y lo disfruto. Me recontra copa una primera novela. No me agarra la misantropía porque creo que la gente es capaz de producir cosas muy movilizantes en varios sentidos: intelectuales, sentimentales, lo que sea. Me siguen sorprendiendo las personas que hacen cosas. Cuando digo que ya no me gusta ninguna música nueva, aparece algo que me vuelve loca. Ni a palos bajo la atención. Me nacen obsesiones. Creo que se trata de aferrarse a lo que la gente produce, no tanto a la gente en sí”.
Sobre sus maestros citados, observa: “Onetti seguro se pasó hacia el otro lado. Ballard, no tanto. Moore, sin dudas, pero desde otra faceta. Moore, entre magia y gente, se inventó un mundo. Creo que esos autores tuvieron una necesidad de retirarse del mundo porque tuvieron una decepción total. Este mundo no les daba curiosidad, no había interés por lo que la gente tenía para darles. Igual, me sorprendió mucho que a Moore le gustó mucho mi novela. Me mandó sus cuentos dedicados, algo rarísimo. Nunca esperé algo semejante porque no sabía que desde la editorial iban a enviarle el libro. Creo que le llamó la atención encontrarse en el género con una mirada que también fuese política. En realidad, eso se lo robé a él. Es lo que hacía él con todos sus títulos. Sobre todo, con Constantine, en la época de Thatcher. Le robé eso y más: le afané la idea traspuesta a Argentina. Creo que (Moore) al encontrarse con eso entendió que el libro tenía la intención de hablarle a alguien. Ojo, no es que nos estamos maileando o nos hicimos amigos, porque nada que ver. Creo que entendió que había un diálogo posible, como encontré yo en sus obras años atrás. Se dio un diálogo entre las obras. Volviendo a la pregunta: lo que les pasa a muchos es que no encuentran esa posibilidad de diálogo. Yo siempre terminó encontrando canales y cosas con las que puedo dialogar. Puedo tomar esas obras para hacer cosas. Eso me salva”.

Transcurridos unas dos horas y media, el trío se despide del público rosarino poco antes de la medianoche. Bustos y Hurtado saludan mientras Mariana agradece enumerando a las personas involucradas en la producción, al igual que al equipo del teatro. Cuando concluye, sobre los aplausos sostenidos de la gente se dispara «Faster» de Manic Street Preachers. Los galeses se interponen al aplauso vivo que, sin quedarse atrás, gana en volumen. Por casi dos minutos se tensa esa relación de fuerzas aplausos-canción hasta que el público emprende la retirada. Con la gente en la antesala o directamente sobre calle Laprida, los galeses se apoderan de todo El Círculo hasta que se termina la canción.
«Faster» es el primer single de The Holy Bible, el tercer álbum de la banda, que llegó en 1994. Colaboración entre el desaparecido guitarrista Richey Edwards y el bajista Nicky Wire, la canción ofrece una superposición de imágenes nihilistas, carnicería en clave body horror meets martirio cristiano y referencias directas a Julia y Winston de 1984. De hecho, la canción detenta una introducción en la voz de John Hurt tomada de la película basada en ese libro de Orwell.
Como canción de despedida parece acertada, puesto que conecta con la segunda parte de No Traigan Flores, cuando Mariana abre el juego de su multiverso, compartiendo lecturas que llegan desde El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones y El año de la rata, la aventura compartida con el ilustrador Dr. Alderete.
«Faster» se siente ideal: trauma y asfixia en pompa épica para cerrar una noche donde Mariana hace gala de su propia superposición de voces: la escritora y la periodista; la ficción y la no ficción; el humor para vomitar lo angustiante; la sutileza para destilar hastío; el terror como preámbulo de la risa.
Los pasajes de no ficción desprotocolizan hasta despojar todo de solemnidad: la complicidad queda montada en una espontaneidad compartida con la gente. Asoma la misma Mariana de las entrevistas y apariciones públicas, la de labia todo terreno que no necesita de exacerbar su personaje.
Mariana maneja la sutileza. Los matices de lectura están tan marcados desde su voz, pero se complementan con la atención total de la gente. Genera múltiples roles y voces que se enroscan. Se pisan. Se celan. Se desdoblan. Ella sabe manejarlos.
La experiencia que la trajo hasta acá, sin embargo, entiende que la periodista y la escritora funcionan como un tándem que se potencia. Afuera del escenario, parece, ambos roles se llevan bien. “Se sobreenciman. Ambos roles están trabajando siempre. Ahora bien: yo no trabajo con la realidad como periodista. Pero incluso ahí, en esa diferencia que marco, hay cosas a las que no llegaría tan rápido de no trabajar como periodista cultural. Es una profesión que te obliga a salir: te llegan los libros, te llegan las invitaciones a muestras. Vos salís a ver, a confrontar con lo que está pasando. Después tomo muchas cosas de la realidad: casos policiales, noticias aisladas. Entonces cuando salgo a buscar, todo se me mezcla. Creo que todos los escritores empiezan desde una situación más real y luego tuercen hacia otro lado. ¿Desde dónde vas a empezar sino de la experiencia o realidad? Cuando tengo que hacer una nota investigo todo. Me leo absolutamente todo casi de forma compulsiva. Revuelvo, escucho, reviso. Cuando hago literatura investigo poco. En periodismo soy demasiado obse, en cuanto a la literatura soy más bien desprolija. El periodismo te obliga a estar más constreñido: tenés que estar cerca de la verdad, junto a los hechos, no podés bardear nada. Tiene que ser así. Es el periodismo que me gusta. El periodista trabaja con la realidad y replica datos. La literatura, en cambio, es un terreno de locura y mentira. Sí se mezclan, pero no al nivel de volverse confundibles. Una cosa periodística necesita rigor. A veces los protagonistas de mis cuentos no tienen nombre hasta casi al final, cuando se los pongo. Antes apenas tienen iniciales. Existen en función de una idea. Yo escribo ficción sin estar atada a los datos”.

Mariana no la vio venir. Jamás imaginó algo semejante al suceso internacional de Nuestra parte de Noche. Nunca se atrevió a soñar ninguna historia donde Alan Moore le confiese su admiración. Tampoco pudo suponer, ni siquiera fantasear, con que la gente iba a querer leerla. No sucedió de un momento a otro porque, ya dijimos, Mariana, la laburante, mantiene su paso desde hace casi tres décadas. No la vio venir, pero sucedió. De acuerdo a su palabra, pasó cuando ella estaba lavando calabazas, guardada. “Fue recién en la pandemia. No andaba prestando atención. Estaba en otra, como todos”.
Ni distraída, ni colgada: simplemente no anda pensando en esas cosas. Existe, no obstante, otro rasgo generacional en ese no-pensar en asuntos semejantes. De nuevo, está relacionado con nuestro país. Además, se asocia a otro no: el no-future propio de la Argentina signada por el terrorismo de Estado, a una apertura democrática de proyección truncada y el subsiguiente manifiesto neoliberal miamense. Así como la Mariana escritora no pudo imaginar el suceso de sus títulos más recientes, la adolescente de los 80 y la joven periodista de los 90 nunca proyectaron nada por encima del día que transitaban. La vida transcurría con una velocidad demasiado peligrosa, era extraño considerar algo más que el mañana más urgente.
“Nunca imaginé nada. Sobre todo, porque yo no sabía si escribir era lo que más me gustaba en la vida. Escribir era lo que me había salido. Yo vivía en un mundo de leer revistas under, ir a ver bandas, revolver fanzines, salir mucho, de drogas, de estar muy obsesionada con ciertos artistas. Era todo muy adolescente. Muy de vida del rock y del under. Pero también había cosas re adolescentes de la moda, de qué color nos teñimos el pelo, qué nos ponemos hoy. Era un mundo de experiencia entera. Entre todo eso, leí a Burroughs. También a todos los autores del SIDA, como Michael Cunningham, Hervé Guibert, Dennis Cooper. Fueron escritores que asociaron noche, sexo, muerte, enfermedad y glamour en mi cabeza. Yo creo que podría haberme ido para cualquier lado. Estudiaba periodismo porque sabía que podía escribir y necesitaba un trabajo. Estaba muy en conformación como persona. Tenía 17 años. Además, la situación del país no ayudaba: no sabía si quería seguir viviendo acá, si me quería ir, muchos de mis amigos se iban. Era un momento de no poder proyectar. Pasaba que en esa no-proyección era muy difícil decidir qué hacer. Cuando apareció Bajar es lo peor todavía seguía sin saber qué hacer. Tardé diez años hasta que publiqué otro libro. En el medio escribí una novela que no estaba buena. Hice algún fanzine, ponele, que nunca repartí. Creo que fue cuando cumplí 30 que entendí que quería escribir. Tenía cierta seguridad de que podía hacerlo. La adolescente no tenía idea de nada. Creo que por entonces la mayoría de los adolescentes estaban re perdidos, excepto que tuvieran algún rescate de familia o guita”.
La redacción, por entonces, era un lugar bastante atractivo. Eran todos escritores, pero decidir seguir por ahí era difícil. Trabajaba con Juan Sasturain, Juan Forn, María Moreno, Claudio Iriarte. Sin dudas un lugar muy estimulante si eras un pendejo curioso. Todos escritores magnéticos, pero no necesariamente ibas a ir hacia la literatura. Estaba la figura de María Moreno que era un personaje raro. ¿María Moreno es una gran periodista o es una gran cronista o es un gran personaje? No sé. Era apabullante. Venía (Fernando) Noy a traer poemas y tomarse una ginebra. Todo era una gran educación y exposición, pero no funciona como orientación, más bien te desorientaba. Recién cuando publiqué Cómo desaparecer completamente tuve cierta seguridad y entendí que quería eso”. 

Una hora antes de la función el equipo ultima detalles. El backstage es pura calma, con unas pocas personas trabajando atentas. Bustos y Hurtado ya hicieron lo suyo. Se relajan compartiendo unas copas de vino tinto.
Resuena una y otra vez una playlist breve. Mariana, maquillada, prueba sonido y vestuario mientras «Venus in furs» se reproduce por tercera vez. Cada outfit corresponde a una ubicación diferente, con su respectiva iluminación. Entre cambio y cambio, Enríquez camina los veinte metros de distancia del camarín al escenario calzando unas Adidas Biarritz de gamuza azul. Cada outfit, por supuesto, tiene bordadas sus iniciales.
Mariana acepta hacer fotos con total predisposición. La sesión fugaz se traslada hacia un depósito mayúsculo que alberga tesoros inesperados: cuatro estuches de contrabajo ordenados contra la pared. De tamaño considerable, hechos de madera pintada en negro y terminaciones metálicas, lucen como sarcófagos esperando por sus huéspedes. Los ojos de Mariana se abren, enormes. Un tesoro. Todavía hay más: frente al cordón de sarcófagos, enterrada detrás de artefactos varios, se erige una pared de jeroglíficos egipcios, un decorado de alguna ópera pasada por El Círculo. La postal es demasiado irresistible: Mariana se adelanta hacia los vestigios de la cuna de la civilización. Se interponen un colgador en desuso y una estructura indefinible hecha de alambres. No pierde tiempo. Ella misma los corre, abriéndose camino. La fascinación es total. Ante la cámara, por segundos, se insinúa esa Reina de la Oscuridad de la que hablan sus fans. Mariana se divierte. Tira miradas. Clava profundidad. Sonríe. Fantasea. Juega. Mariana es una niña feliz.

Texto de Lucas Canalda / Fotografía de Renzo Leonard 

 

 

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