La banda de Avellaneda llegó a Rosario para presentarse en el marco del ciclo Explorar el Azar en Bon Scott.
Es jueves y el invierno se insinúa de forma precoz. Llego temprano a Bon Scott sin saber mucho acerca de Posible Romance, más allá de tener bien presente su música. Sé que son de Avellaneda. Tienen un EP, Básicamente enamoradas, y dos sencillos: Lo que veo y Primavera permanente. También conozco su pertenencia al mundo del arte, con portadas ilustradas y pintadas.
No tienen notas ni gacetillas. Tampoco miles de reproducciones, visionados o likes.
Tienen, sí, un desparpajo estético encantador, con videos que quiebran toda solemnidad, entre canciones de actitud punk y ternura emocional.
Se ríen. Se angustian. Se frustran. Se divierten.
Fantasean en un micromundo que se siente muy cercano.
Con todo, la banda es prácticamente desconocida en un sentido interesante: es extraño que, habitando un cotidiano donde abunda la sobreinformación, un proyecto no esté trazado según las reglas estipuladas por el circuito o por el mercado.
Podría afirmarse que, hasta ahora, todo lo que es Posible Romance puede escucharse, interpretarse, asumirse e inspirarse desde su música. Es un montón.
Posible Romance es una equis que se revela sin apuros.
La banda está integrada por Magalí en bajo, Mora en voz y guitarra, Martín en guitarra y voz, Mauro en batería y Lauti en sinte.
Cuando entro a la sala del Bon, veo al imprescindible Chino Macías conectando cables. No llego a saludarlo porque me flanquea una sonriente chica de flequillo, copa en mano.
—¿Lucas? Soy Magui, ¿cómo va?
Me abraza. Me ofrece cerveza helada.
—Recién estamos por probar. Qué bueno que viniste.
La camiseta oficial del Club Atlético Posible Romance está dispuesta sobre un bafle, enfrentando a la sala. La camiseta es una carta de presentación o una fantasía suburbana. Quizá un deseo afectivo coronado por una rosa y los colores de Dock Sud.
Pauline Fondevila, inquieta como siempre, no se quiere perder el soundcheck, mientras corre adelante para seguir montando la muestra de Explorar el Azar, protagonizada por Bru Contreras, Ine Labarrère y Andrés Desuque.
El quinteto prueba sonido con soltura. Se preocupan, en particular, por el volumen y por cómo suena el tacho de la batería. Si la gente viene, se chupa el sonido. Y si no, ¿qué pasa?
—Bueno, tendremos que tocar a un volumen menor, ¿no? —propone Mauro.
—¿Pero cuál sería el sentido de semejante acto? —replica Mora, tentada.
En el camarín del Bon se dispone un círculo.
Cerveza.
Vino.
Flores.
Curiosidad de ambas partes.
Después de una hora de conversación circular, mi impresión es que son un grupo humano antes que una banda.
Como grupo de personas conectadas por la vida —de aquí y de allá— comparten una complicidad afectiva y humorística. Las chicas se ríen de todo. Los chicos están más sosegados. Pasa que, según ellas, los viven acosando con chistes picantes. Todo el mundo mira el piso, conteniendo la risa.
Como banda, prefieren el caos creativo, el afecto a la técnica y el desparpajo a la fórmula.
“Es que no sabemos cómo es nuestra química como banda”, afirma Mora. “Nunca nadie nos preguntó eso. Me siento en terapia“, agrega, riéndose.
“Nosotras estamos medio corridas de todo. O sea, ni siquiera tenemos una sala para ensayar: tenemos la oficina de un abogado, que nos presta cuando termina la jornada. Corremos todos los muebles y ensayamos ahí, comparte Magui.
“Nosotras no queríamos un tecladista”, señala Mora, a medio camino entre el chiste y la tesis fundacional. “Queríamos un amigo”.
Y así entró Lauti. Primero como oyente, después como compañero de vacaciones, y finalmente como tecladista autodidacta que ya se sabía todas las canciones de memoria por ir a verlos. En esta banda, los roles no se asignan por virtuosismo, sino por afecto. La pertenencia se gana compartiendo una risa en Bariloche, no tocando en una zapada.
La conversación es larga, desbordada, como una canción que no quiere terminar. Ellos y ellas se interrumpen, se corrigen con cariño, vuelven sobre anécdotas de amores, ensayos, fechas en lugares que los destrataron o los recibieron con limonada. No hay una historia lineal. Hay nodos afectivos.
Luna —que a veces está y a veces no— escribió muchas de las primeras canciones. Meli, amiga de la facultad, trajo a Mora. Y así, entre cruces, relaciones, amistades y festivales de arte contemporáneo, la banda fue armándose como una constelación en Avellaneda.
No tienen mánager, aunque empezaron a preguntarse si deberían, por la simple razón de que, de tener uno, no deberían estar preocupándose por rollos como tener un mánager.
No tienen un circuito definido, aunque tocaron en Brandon, Las Conchitas y en La Pulpería de Monte Grande.
No siguen una línea sonora fija, aunque podrían nombrar unas 25 canciones propias y están grabando en un estudio de Avellaneda.
Todo lo cuentan entre idas y vueltas, con anécdotas que abren paso a otras anécdotas y que concluyen con más anécdotas.
“Tenemos algo así como 30 canciones”, afirman, aunque se miran, no del todo seguras de la cifra, porque hasta hace cinco minutos eran 25. Como si el archivo les importara menos que el juego.
Lo que sí tienen es algo que hoy escasea: humor. No el humor de la ironía distante, sino el que brota entre amigos que se acosan verbalmente de manera consensuada y afectiva (“¡Ay, esa calcita, papito!”), que componen más como una dinámica grupal que como un trabajo.
Es cierto: se preocupan cuando hay desincronías emocionales. Se sienten vulnerables si no hay armonía entre ellos. Pero incluso en eso hay un método, un cuidado por el otro que parece más una familia que una banda.
El devenir verbal no es un sinsentido; al contrario: saben que lo importante reside en el núcleo afectivo. Posible Romance busca sostener un estado.
El de estar con otros.
El de inventar una forma de hacer música sin que se convierta en mercancía cuantificable por los algoritmos enajenantes.
El de tocar con Perro Fantasma en una galería de arte, hacer la tapa del disco con una amiga artista, ser modelos para otra amiga que hace joyas en el mismo edificio donde ensayan, armar recitales en canchitas de fútbol.
“No sé si vamos a durar tres temporadas o treinta años —bromea alguien—. Pero no nos preocupa. Porque la identidad ya está. Es esta”.
¿Cuál sería, precisamente? Según entiendo, es una mezcla de ensayo, afecto, caos, oficina de abogado y un teclado que no era teclado hasta que alguien lo tocó con amor.
Al final de la charla, se repite algo que funcionaría como epígrafe involuntario: “Lo que pasa es que la pasamos bien”.
Y tal vez ahí esté todo Posible Romance.
A las diez y media están tocando.
Mora luce una remera negra que reza AVELLANEDA en su pecho.
Al principio se la siente tímida, mirando al público de costado, husmeando posibilidades de movimientos.
Las canciones de Básicamente enamoradas son más crudas en vivo. Parece lógico. Pero algo cambia. Hay otro sentido. Las emociones no están dramatizadas sino que aparecen de manera cruda, contenida o incluso torpe, lo que genera un fuerte efecto de identificación. Nos atraviesa una incertidumbre vital (relaciones, trabajo, identidad, cotidianidad) y acá resuena, entre altibajos de ruido.
El titubeo, los silencios, las conversaciones truncas o inconclusas muestran cómo los vínculos humanos están plagados de malentendidos, pero también de belleza. La cosa es encontrar algo de propósito y sentido entre todo esto.
El sinte se vuelve protagonista desde un tercer plano. Un acompañamiento pop que recubre todo aún cuando su preponderancia sea despreocupada. Parece salida del manual de Pulp: esas teclas no están por ningún lado o están en todo, sosteniendo las piezas desperdigadas por esas canciones crecientes.
Magalí y Martín tienen micrófono para acompañar a Magali: lo hacen en su propio tono, generando unos coros desalineados en clave mumblecore. Puede que se trate de los mejores momentos, puesto que los tres se impulsan hacia adelante, una oportunidad para que Mora se atreva a más.
Hay algo profundamente humano en una canción que no suena perfecta. Un acorde que entra medio segundo tarde, una voz que se quiebra en el estribillo, una letra que parece improvisada o vomitada más que escrita. Y es justamente ahí, en esa imperfección contagiosa, Posible Romance encuentra su lenguaje más auténtico, logrando un vínculo directo con la gente.
Más allá de su clara matriz Blefariana -que abrazan, sin ocultarla en ningún momento- Posible Romance no busca sonar como otras bandas, ni referenciar a escenas pasadas. Su búsqueda es más vulnerable y menos predecible: quieren sonar como ellas mismas, incluso cuando no saben del todo qué significa eso.
Cuando Mora canta de costado hacia el público, entre tímida y sacada, es enigmática. Se mueve, sobre sus pasos, brazos sosteniendo el micrófono, cantando hasta gritar el clímax de la canción.
¿Qué pasa precisamente ahí? Está abriendo el espacio para que la canción sorprenda. Un poco a ella misma, un poco a la banda, un poco al público. La canción crece, con sencillez, hasta que suelta a la gente y empiezan a saltar.
La situación se vuelve más clara una vez que el grupo logra romper esa primera distancia. Confiaron en la intuición más que en la estrategia, en el proceso más que en el resultado. Entonces, siguen por ahí, pero sin repetirse.
Saltean temas de la lista. Mora ve qué pinta.
Hay una sola lista para toda la banda, escrita en birome sobre un papel blanco. Se lee poco y nada. Mauro necesita saber qué canción viene. Se asoma, curioso desde atrás.
Por momentos, la confusión las hermana tanto como el empuje. Hay algo relevante en escuchar -apreciar- una banda que se atreve a equivocarse. Porque en ese error —en esa nota temblorosa, en ese puente estirado, en ese pifie— tal vez esté lo más cercano que el arte puede ofrecer a la verdad. Como escribió Brian Eno de joven, en uno de sus cuadernos, cuando volvía de las grabaciones del primer Roxy Music: “Honrarás el error como una intención oculta”.
En el medio de la escena, Magui camina con su bajo, ida y vuelta, llevando información para la parte de atrás. Viene tal tema, seguimos con aquel, avisa al baterista.
Tocan «Tren», «Garay», «Permanente», «Remera», «Primavera» y «Hey» de Pixies. La velocidad varía mientras hacen foco en lo climático: suben y bajan como cualquier tarde en una plaza de antaño.
La espontaneidad no niega la técnica, pero la pone en segundo plano. Ante todo, la banda de Avellaneda quiere comunicar.
Lo significativo de las canciones de Posible Romance es que son tan pequeñas como pegadizas; tan intimistas como vociferables; lo suficientemente nuestras como para compartir a los gritos.
Hay más canciones, con la gente enganchada hasta el final.
Cuando terminan, Mora se despide: “Somos Posible Romance. Estás fueron todas nuestras canciones. No tenemos más. Gracias por este recibimiento tan lindo”.
En Posible Romance hay un atractivo innegable: un lugar único entre lo que son y lo que serán en los años venideros; un estadio de frescura que transita toda banda y que eventualmente se diluye para transformarse en algo superador, pero es justo ahora cuando lo irrepetible es virtud. Luego vendrá el tiempo, que, como dijo Bléfari, “no se quiere quedar quieto, quiere estar aquí y allá casi al mismo tiempo de tan rápido que oscila, de tan todo lo quiere”.
Es la belleza de lo que aún está en proceso. De lo que no se maquilla para el oído. De lo que todavía no está claro ni siquiera para ellas mismas. Como un cuaderno de apuntes con ideas sueltas, como una pintura sin barnizar, estas canciones dejan ver el trazo, el intento, la emoción cruda que no tiene tintes de definitivo.
Hay una sombra que acecha la música contemporánea, y con ella, una presión creciente por “acertar”: en la temática, en el formato, en la recepción. El resultado es una producción muchas veces calculada, ansiosa por complacer. La espontaneidad, en cambio, es un riesgo. Puede fracasar. Puede ser malinterpretada. Pero también puede tocar fibras que ninguna obra planificada logra alcanzar, porque alcanza lo que todavía no fue procesado.
Lo inacabado, lo que ocurre sin filtro, tiene un valor casi documental. Nos permite observar al artista como ser humano en proceso.
En el arte espontáneo hay una fugacidad que lo hace casi inasible. Su valor no está en su perdurabilidad, sino en la potencia del instante que captura.
La espontaneidad es un corazón latiendo sin ataduras. En épocas donde todo se edita, se retoca y se monetiza, lo espontáneo nos recuerda que el arte, antes que nada, es un acto de presencia. Y estar presente, hoy más que nunca, es un acto necesario.
Texto por Lucas Canalda
Fotos por Gaby Terre
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