Un viaje emocional y estético desde Rosario hacia Buenos Aires y La Plata, donde Bubis Vayins sale a probarse, reencontrarse y exponerse, pero, sobre todo, a sostener algo que se construye sin fórmulas: la conexión.
Lejos de la lógica del mercado y de los algoritmos, la banda reafirma su proyecto desde la independencia, el afecto y la construcción colectiva. Tocar, compartir y tejer vínculos entre ciudades es también una forma de resistencia frente al individualismo imperante.
Esta es una bitácora del camino: una constelación de momentos, palabras, canciones, silencios y encuentros de un recorrido que va más allá de los kilómetros.
“No recordamos los días, recordamos los momentos”. La cita que escribió Cesare Pavese hace más de setenta años me viene a la mente de forma reiterada durante las 72 horas que paso junto a Bubis Vayins, en lo que constituye su gira de regreso a la provincia de Buenos Aires.
La frase del narrador italiano condensa una verdad universal: la vida, en nuestra memoria, es una constelación de instantes significativos. No evocamos con claridad los días comunes, sino aquellos breves fragmentos de tiempo que nos marcaron.
Durante tres días —con tardes que se funden con la noche y la madrugada—, Maru (guitarra y voz), Nineo Zoom, alias Nico (guitarra y voz), Xuxa (sintetizadores), Calo (batería) y Pabli (bajo) hilvanan momentos de complicidad e intimidad que hacen a la química musical que presentan desde el escenario.
Pavese aparece, una y otra vez, señalando el camino hacia la intensidad emocional y simbólica de los momentos vividos.
En tiempos donde se pontifica la productividad y se mide el valor de la vida en logros acumulados, lo que sucede entre Capital Federal y La Plata no se traduce en una moneda vulgar. En todo caso, es apenas un botín de vivencias que ayudan a seguir, haciendo pie en un presente cargado de futuro.
Esta reflexión pavesiana, convocada por el accionar del grupo rosarino, adquiere aún más peso en la era digital, donde las experiencias muchas veces se planifican más para ser compartidas en redes que para ser sentidas. En contraste, los momentos que permanecen no suelen ser los capturados por los teléfonos, las cámaras o las redes sociales, sino los que nos atravesaron el corazón.
La tarea, entonces, es tratar de dejar un registro desde un plano discreto, dando fe de lo ocurrido.
El sentido común indica que, para cualquier proyecto musical, las giras son necesarias y beneficiosas: funcionan como una especie de antídoto contra el onanismo localista.
Llevar la música más allá de cualquier zona de comodidad se vuelve fundamental para probarse ante nuevas audiencias.
El nerviosismo ante lo desconocido es una meta por atravesar. Divertida, excitante, renovadora.
La gira, por supuesto, es exigente. Pone a prueba ciertos límites de las individualidades adultas.
Estás rodeado de gente durante varios días, sin pausas, excepto cuando vas al baño.
No dormís en tu propia habitación, quizás ni siquiera en una cama, hasta que termine la gira. Olvidate de tu almohada.
Se desayuna-almuerza-cena cuando se puede. Los mates pueden salir medio friolentos: en ese sentido, la logística del agua caliente es primordial.
Quizás nunca te diste cuenta de que unx de tus compañerxs de banda ronca.
Con todo, la aventura es puro disfrute.
La experiencia de girar fortalece al grupo. Enseña sobre la capacidad colectiva, así como sobre la química interpersonal.
Muchos quizás no vean la importancia de apretarse en un auto repleto de instrumentos, equipos y bolsos para ir a tocar a cientos de kilómetros, a salas desconocidas, ante un público que puede —o no— estar presente, especialmente en un contexto declaradamente hostil para artistas emergentes e independientes.
Aceptar el desafío de la gira es fundamental.
Salir es solo el primer paso. Volver es otra historia.
Cuando el resultado es positivo, escapa a toda lógica: responde a lo humano, a la satisfacción anímica. Se trata de otra manera de reafirmar la razón principal por la que hacés esto.
Observar la química interna de Bubis Vayins habla elocuentemente. La dinámica artística se entiende con claridad, sin velos.
Bromas verbales, lenguaje corporal, revelaciones, afecto en derredor: desde temprano en la mañana hasta que la madrugada se agota.
Estxs compañerxs de banda son cómplices mucho antes de embarcarse en una gira. Disfrutan de la innegable intimidad que implica componer música juntos, y eso genera un vínculo más fuerte que la mayoría.
Pero esos momentos nacen en procesos extensos, donde las horas se vuelven tediosas, entre creación, hastío, frustración, júbilo, prueba, error, disfrute y logro.
“Hoy no quiero tomar ninguna decisión, ¿puede ser? Solo quiero tocar”, pide Maru, recién llegada a Capital Federal, luego de manejar durante varias horas. No hace falta que nadie le responda. Sabe que ese núcleo la secundea, la contiene. Se reclina con confianza, porque atrás está el resto.
Esa confianza hace tiempo que se extiende más allá de los cinco integrantes. Los años fueron fecundos en vínculos que nacen del mismo sentido ético y del deseo de hacer.
En junio del año pasado, Riel y Bubis Vayins coincidieron por primera vez en una fecha del ciclo Electric Monkeys, en Casa Mona. Además del disfrute musical, ambos grupos conectaron enseguida.
“Fue Mora (cantante y guitarrista) quien nos dijo que iba a hacer todo lo posible para que vayamos a Buenos Aires a tocar juntos. Ella se re comprometió. Son un amor la gente de Riel”, recuerda Nico, rancheando por la tarde en un departamento minado de mochilas, instrumentos, paquetes de galletitas, botellitas de agua y algunas latas que van llegando. Desde el televisor suena un recital de Los Abuelos de la Nada en la década del ochenta.
A pesar de los años compartiendo fechas con bandas porteñas, no fueron muchas las que propusieron una dinámica de ida y vuelta. Mora se comprometió y empujó. Cristian, de Electric Monkeys, se puso la campaña al hombro y organizó la gira: una tarea compleja en un contexto jodido, en el que abundan las fechas magras en cualquier plaza del país.
Hace tiempo que Bubis no toca por allá. Saben que se van a encontrar con colegas queridos y admirados, pero, en cuanto a su público, las ideas se vuelven interrogantes, especialmente en lo que respecta a La Plata. Hasta cierto punto, no se preocupan demasiado. O al menos no lo demuestran.
Salir de gira implica ser honesto con uno mismo. Entender que la realidad que te aguarda sobre el escenario puede no ser la ideal. Lo saben. Por eso están acá. Esa equis funciona como un motor.
La banda vuelve a la ruta cuando está accediendo a su etapa de madurez artística. El grupo está unido, fortalecido desde lo humano y lo musical.
En vivo, encontraron una seguridad escénica que se disfruta y contagia. Hace casi un año publicaron el imprescindible Fantasías de violencia, disco capital en su recorrido, y llave hacia el futuro: tanto en lo personal como en lo generacional, marcando un puente entre la escena rosarina actual y la que emerge.
Todavía queda mucho por venir.
En Palermo, la fecha reúne a Riel y Bubis Vayins, junto a Adicta. Además, la noche cuenta con Gori, de Fantasmagoria, como DJ: un lujo.
De forma puntual, desde las 23 hay público en la puerta.
En Lucille, el público de Bubis es inclasificable. Las edades oscilan entre los 19 y los 50.
Hay músicas y músicos. Muchxs.
Hay gente que viajó desde Rosario para verles. Otrxs esperaban su regreso con ansias. Quieren escuchar el disco reciente, además de canciones anteriores. ¿Clásicos? Podría ser. En cualquier caso, la gente de la primera hora se confunde con lxs recién llegados. De eso se trata. De seguir construyendo.
Tocan canciones como «La flecha envenenada», «Como si no tuvieses párpados», «Ansiedad» y «Todavía estoy despierto», entre otras.
La amplitud del escenario de Lucille es bien aprovechada por Nineo Zoom, que arremete con corridas hacia adelante y hacia atrás, elevando el mástil de su guitarra.
«Vas a odiar al mundo / a sentirte sola / pero todo eso va a pasar», canta Maru, al frente, con su guitarra, cargándose la sublimación del zeitgeist nacional en su garganta. Por momentos, nada alcanza para salir hacia ese afuera hostil. Sin embargo, acá está: cantando, pateando, guitarreando, sonriendo con una mueca amarga. Calo sostiene TODO desde la batería, sumiendo a Lucille en cierta perplejidad. Gori, a un costado, no lo puede creer y desde entonces fija su atención en el baterista.
Pero «La flecha envenenada» todavía suena, explotando. Un fan de casi dos metros de altura, con remera de Darkseid, está adelante, saltando de manera sacada, gritando “Mi cuerpo es mi templo y lo destruyo si quiero” como si fuera el mantra definitivo de su vida.
La canción dispara hacia mil lugares. Puede tratarse de la postración matutina del lunes 20 de noviembre de 2023. O sobre ser una mujer decidida. Sobre un planeta que se pierde en su propia espiral descendiente. Tal vez sea sobre todas las anteriores. Su significado concreto no me interesa. Prefiero el vuelo que propone la incógnita. Elijo creer que la canción sirve como un apaño contenedor para quienes sufren por ser diferentes; una ofrenda de la banda para quienes están por venir.
En una era saturada de contenidos seguros, ser unx artista distintx ya no es solo una aspiración: es una declaración. Significa abrir un espacio que se sienta auténticamente propio en un mundo que premia lo predecible. ¿Pero cuál es el costo de esa individualidad?
Ser distintx no siempre es cómodo. Ni es reconocido de inmediato. Al principio, quizá la única recompensa sea el distanciamiento.
Sin embargo, hay un entendimiento: unx artistx distintx no siempre crea lo que la gente quiere, sino lo que necesita. Se trata de ser honestx, incluso si esa honestidad incomoda.
Ser diferente tiene un precio. Cuando encajar en los moldes del mercado dificulta el encuentro con el público, la determinación es crucial. Esa soledad puede convertirse en combustible. Se trata de una integridad obstinada que va contra el mundo.
El camino delx artistx distintx no es lineal. Se hace preciso comprender eso desde el principio, cosa de ahorrarse indigestiones, llantos y frustraciones varias.
En un mundo que intenta aplanar la identidad y la creatividad en formatos digeribles, lo distinto es una interrupción necesaria. Hablamos de disrupción. Puede que su obra no sea aceptada de inmediato, pero su legado, más a menudo de lo que parece, termina transformando la cultura misma que una vez lo rechazó.
Ser distintx es plantarse. Es resistir. Mantenerse firme con la prepotencia del trabajo.
Al final de la noche, con la madrugada en clausura, la banda se agrupa bajo un plátano imponente, en la esquina de Lucille, comiendo empanadas y tequeños.
Hace frío. Las sonrisas emotivas se combinan con el bajón que sucede a la adrenalina del vivo.
Entre charlas cruzadas, aparece Gori, ya habiendo concluido con su rol como DJ.
Asomando su rostro en el grupo, abraza a Calo y Xuxa, y comenta: “¿Ustedes se acuerdan del premio Chamigo que daban en Fútbol de Primera al jugador más distinguido? Bueno, esta noche el premio Chamigo se lo lleva el baterista. Un gusto, chicos”.
“Nos vemos la próxima. ¡Qué baterista!”, dice mientras se aleja hacia Makena.
¿Acaso el histórico guitarrista de Fun People quiso echarle el guante a Calo? Las sonrisas lo dicen todo.
Bubis canta algo que vale la pena escuchar. Desde el debut de Siempre veo algo en la oscuridad (2018) hasta Fantasías de violencia (2024), la banda supo crear un universo propio, donde conviven la ternura, el terror, la furia, la construcción afectiva, la fantasía y una militancia cultural que desborda los márgenes de la música.
A través de los años, el grupo fue siempre un bicho raro, y por eso tan necesario en el circuito rosarino y en la escena nacional no porteñocéntrica.
El eclecticismo poético de su universo probó que su identidad no era una etiqueta estática. Más bien, una mutación constante marcada por la curiosidad estética. Ese atrevimiento de husmear entre recovecos disonantes, académicos y políticos fue, ante todo, un ejercicio hacia adentro: para no quedarse cómodos, para salirse del lore autocelebratorio que impregna a varias bandas coetáneas.
Si hay reglas aparentes para pegarla, no están presentes ni en su repertorio en vivo, ni en sus discos, y mucho menos en una comunicación comunitaria que oscila entre el silencio y la hiperactividad.
Las reglas en la música son completamente inútiles. Lo mismo aplica a los protocolos estéticos que dominan la escena independiente contemporánea, donde cada proyecto debe ajustarse a lo definible en pocas palabras, reduciéndose lo suficiente como para entrar en cualquier conteo o listado digerible de medios especializados regidos por la instantaneidad de lo viralizable: “encajables” en una placa del feed de Instagram o resumibles en un TikTok efímero que pretende ser ganchero, gracioso, aesthetic y que casi siempre responde a lo idiosincráticamente ajeno.
La banda sabe esto. Por eso se corre hacia su propio margen. Eso no quiere decir que tengan alguna certeza iluminadora. Sin embargo, prefieren habitar su mundo falible antes que sentirse tironeados.
Bubis Vayins es una banda destinada a estar incómoda. No encastra en moldes ajenos. Tampoco sonríe para el chiste pasatista de las redes, queriendo ser el afiche de la semana. Pero principalmente, es su arte el que no encaja fácil. Aunque cálidas y afectivas, sus canciones están lejos de ser condescendientes o amables.
Su música nace desde la urticaria de la curiosidad, como algo que pica y no hay manera de rascar para que pase. Nace desde las tripas y desde el corazón. Probablemente desde una necesidad, entre angustiada y neurótica, de proponer algo a ese cotidiano que pinta hostil.
Dentro del mismo núcleo del grupo hay una aspereza que contrasta hasta brillar. Por un lado, el costado más ñoño y académico; por el otro, la no-formación punk y garagera, la necesidad urgente de expresarse. En ese encuentro de cinco subjetividades, algo se hace trizas hasta amalgamarse en una construcción distinta.
Bubis Vayins es capricho, punk, poesía de las heridas, aprendizaje, pop, dadá. Todo envuelto en una gloriosa jaqueca sonora bailable. Jaqueca porque confunde. Porque se te pega. Porque no es fácil encontrarle la solución.
Esta música quiere capturarte desde el lado más extraño. No se trata de algo consciente, sino de lo oculto. Descubrirte desde tu propio lado desconocido.
Por la tarde, paseando por las calles interminables de Buenos Aires, Nineo Zoom menciona que está escuchando mucho a Suicide. Tiene sentido. Alan Vega y Martin Rev eran dos lunáticos con una caja de ritmos rota y una pulsión de muerte en una Nueva York abandonada a su suerte. Hacían música que sonaba como una discoteca en zona de guerra. No pertenecían a nadie más que a ellos mismos. Eso hacía significativa su música.
Lxs Bubis caminan por esa misma senda identitaria: van por la suya, sin pedir permiso ni esperar aprobación. La banda armó un espacio propio para construir y proyectar.
Por eso son una llave generacional dentro de la movida rosarina: sostienen una identidad disidente forjada a un costado del camino, como años atrás hizo Nacho Molinos con la factoría de sueños contraculturales que fue el sello Soy Mutante.
Porque esa es la cuestión: la música que rompe las reglas nunca es complaciente. Es áspera, disonante, cruda, inconexa, armónicamente extraña. Te incomoda. Te interpela. Te arruina para mejorarte. Pero esa es la idea.
El arte no siempre está para acariciarte y decirte “todo va a estar bien”. Para eso tenemos un teléfono en la mano que 24×7 ofrece cien ventanas para narcotizar nuestros sentidos hasta adormecerlos.
La música real es como lxs amigxs reales: está para rescatarte y acompañarte, así como también para cantarte verdades en la cara.
La última visita de Bubis Vayins a La Plata fue en la primavera de 2023, en el mítico Pura Vida, en ocasión de la presentación de Nadie recuerda tu entrada al mundo, álbum de Linxes.
La ciudad de las diagonales parece un territorio ideal para Bubis Vayins, tanto desde lo ético como desde lo estético. De todas formas, pasó un largo tiempo desde que sus canciones sonaron por acá.
El regreso sucede en un sábado de superacción: Él Mató a un Policía Motorizado se presenta en el Estadio Atenas, mientras que en otro estadio, el Diego Armando Maradona, tiene lugar el Festival de la Cerveza, con Isla Mujeres y Turf, gratis. ¿Algo más? Francisco Bochatón toca en plan solista y acústico, mientras que Miedo Puro toca en el after de Pura Vida. Nada raro. Después de todo, estamos en La Plata.
La triada Bubis Vayins–Banda del Nota–Hojas por el Barrio convoca por sí sola. Además, el horario de medianoche acompaña. De hecho, entre el público de Casa Unclan se reconocen integrantes de las reconocidas bandas mencionadas, que tocan temprano, en horarios ATP.
Sobre el escenario, Bubis emprende una performance más taciturna. Van directo al hueso, entre luces parpadeantes. Tocan ante unas 50 personas, distribuidas a lo largo de la sala con forma de ele.
La mayoría del público luce notablemente joven. De hecho, esa juventud parece reafirmar el espíritu: mientras que el grueso de la gente se queda en la vereda, esperando a los locales, son los adolescentes y los veinteañeros quienes muestran avidez por lo desconocido, entrando a descubrir a la banda visitante.
La entrega del quinteto es veloz y apretada. Sobre el escenario estrecho, Nineo Zoom se siente algo atrapado. Imposibilitado de corretear o saltar, hace lo suyo sin moverse de su lugar. Maru demuestra un perfil gazer, doblada sobre su guitarra, concentrada. Quien lidera la expresión física es Xuxa, en pleno movimiento de cabellera, disfrutando sobre sus teclas.
Adelante, entre esa juventud que luce extremadamente indie platense core, se reconocen a los músicos de Nota, además de Franco, de Nero Pánico (LP). Sobre el extremo izquierdo, quien canta todos los temas es el Gato de 107 Faunos.
No es el único. En la oscuridad de la sala, quienes cantan junto a la banda, dejando saber que conocen las canciones, son gente que supera largamente los 30 años, habitantes de una escena indie formada en épocas más federales.
Hacia las últimas canciones entra algo más de gente. De nuevo: nadie luce mayor de 21 años.
Se quedan. Se enganchan.
Algo es seguro: si Bubis Vayins captura y mantiene la atención de las nuevas generaciones aquí —al igual que en su ciudad natal— obtendrá un pasaje al futuro.
Esa palabra que parece tan ajena al presente libertario se manifiesta clave en la noche de Casa Unclan, incluso mucho más que en la fecha anterior.
Tal vez haya ocurrido lo más significativo de la gira: Bubis Vayins capturando la atención de la juventud que escribirá las canciones del mañana. Estxs jóvenes serán los responsables de nuevas tendencias e impulsores de las formas que vamos a descubrir, para aprender y disfrutar.
Me viene a la mente la clásica cita de Brian Eno acerca de The Velvet Underground: “su primer disco solo vendió 10.000 copias, pero todos los que lo compraron formaron una banda”. Si estas chicas y chicos se llevan algo de Bubis Vayins a sus respectivos proyectos —bandas, zines, poemas, cuentos, crónicas, pinturas, obras, historietas, militancias— el trabajo está hecho.
Algo único tendrá lugar, permitiendo que lo perdurable suceda más allá de cualquier estipulación mercantilista, en un efecto dominó de creatividad y energía.
Luego de casi sesenta años, esa cita de Eno todavía ilustra el concepto de la contracultura, ya que la influencia sustancial a veces se encuentra en el arte que no tiene éxito comercial ni resonancia en los medios, así como tampoco habita en los circuitos validados como vanguardistas.
Esa música o zines o poemas o pinturas que habrán de venir no necesariamente tienen que gustarnos. Simplemente nos alegra que alguien esté en el ruedo aplicando-transformando- sublimando-traduciendo lo aprendido.
Alcanza con saber que el círculo sigue en movimiento. Del mismo modo, reconforta saber que habrá un mañana habitado por artistas con las antenas encendidas. Si Bubis Vayins puede aportar algo, por más pequeño que sea, toda la aventura de la gira valió la pena.
Mientras la temperatura platense desciende, agravada por la humedad, el recital termina y la gente sale a la vereda.
“Me gustó, che”, comenta Gabi, que vino por el Nota pero entró a chequear la banda rosarina. Hasta hace 30 minutos no la conocía. Tampoco entendía bien cómo pronunciar su nombre. Eso ya forma parte del pasado. Ahora sabe de qué va la propuesta.
“Tiene algo medio Voidz, pero en clave andrógina. Es un montón”, comenta, en la puerta, mientras se abriga.
“Está bueno que se corre de la onda de ahora. Medio que todos son post-punk. Me gustó que resulte más espontáneo, ¿viste?”.
“Hay una línea medio Faunos. Capaz que flasheó, ¿viste? Es raro, pero igual re familiar”, concluye, antes de apoyarse en la pared a fumar, con su compañero.
Fuman veinte minutos y vuelve a entrar.
No hay tiempo de contarle a Gabi que acertó. Que 107 Faunos es una banda hermana de Bubis Vayins y que, a través de los años, ambos grupos supieron compartir fechas en diferentes ciudades. Tampoco que Javier Gato Sisti Ripoll también estaba en la sala, disfrutando de la música del quinteto rosarino, y ahora está llevando cervezas de litro al camarín para invitar a sus camaradas, celebrando su regreso a la ciudad de las diagonales.
En esta noche fría y ruidosa, a cientos de kilómetros de las calles de Rosario —allí donde abundan las remeras de Bubis Vayins y los rostros de sus cinco integrantes son familiares para cualquier persona que integre el circuito musical autogestivo— se prueba que hay un atractivo suficientemente poderoso para seguir sembrando.
La horizontalidad del DIY y sus inevitables reseteos —donde siempre hay que revalidar pergaminos— no les pesa porque están preparados.
La banda engancha más allá de lo territorial e idiosincrático.
No están persiguiendo la fama ni el éxito. El hype está fuera del alcance, enterrado bajo una montaña de influencers y listas de reproducción programadas por algoritmos con corbata.
Estos cinco personajes, que cantan sobre mear la cama y el eterno retorno de los años de fuego, no buscan otra cosa más que conexión. Una chispa. Ese instante en que un acorde disidente corta el aire rancio de una cueva y, por un segundo, todos recuerdan que siguen vivos.
Se trata de vivir. De seguir adelante. De proponer otras formas de imaginarnos.
Tal vez ese sea un posible aprendizaje de la gira: el acto de sobrevivir. De desafiar el silencio. De escupirle al algoritmo. De apartarse del deber ser de la escena contemporánea.
No tengo idea si la banda piensa algo semejante.
Ahora están en la vereda, riéndose, mientras la noche se pone más fría y nadie trajo un abrigo real.
Cuando la fecha termina, alguien propone un abrazo general celebrando el final de la excursión. Todo salió bien.
Un brindis ruidoso, entre birra y risas, que llama la atención.
Toda la gente en la vereda se da vuelta sin entender.
La gira se acabó.
La banda todavía está despierta.
Texto por Lucas Canalda – Fotografías por Renzo Leonard
¿QUERÉS MÁS RAPTO? LEÉ & ESCUCHÁ A PERRO FANTASMA