BUENOS VAMPIROS ENTRE LA BELLEZA QUE NO SE EXPLICA

Buenos Vampiros suena a distancia, a eco, a niebla. Pero también a algo firme que late debajo de todo. Hacen música para decir: estamos acá. Después de su primera gira europea, se largaron a algo más difícil: recorrer la Argentina en micro, dormir cuando se pueda, tocar donde haya alguien que escuche. En Rosario llueve y hace frío, pero ellxs están en lo suyo: ajustan sus instrumentos, juegan al yoyó, hablan de comunidad y de canciones que no explican nada, pero lo sienten todo.
Su música se mueve entre el postpunk y el dream pop, con letras que no narran una historia, sino un estado. Componen con lo que duele, con lo que falta, con lo que queda. Y tocan así, como si no hubiera después.
Esta crónica acompaña a la banda en una noche cualquiera —que también es única— y deja entrever algo más: que, en tiempos hostiles, seguir haciendo canciones puede ser una forma de afecto, y una forma de sobrevivir.

 

A las tres de la mañana del domingo, Rosario está apagada y silente, a merced de los truenos que bajan desde el cielo. Acabo de salir de Majo, ese recinto improbable que por once horas fue el centro de gravedad de mi jornada laboral. Voy a una fiesta a unas pocas cuadras. Camino porque necesito aire frío. No para despejarme, sino para fijar todo lo que acaba de suceder. A veces la felicidad no es euforia ni clímax: es algo más parecido al eco.
Camino por calle Tucumán con las texturas de Buenos Vampiros aún resonando dentro de mi cabeza, como si un delay no hubiera terminado. Pienso en una frase de Edgar Allan Poe que leí de adolescente: “No hay belleza exquisita… sin cierta extrañeza en la proporción.” Hay algo cierto en eso. Buenos Vampiros no es una banda bonita, ni perfecta, ni amable. Es algo mejor. Es una forma extraña de belleza: rugosa, sincera, inestable, aullante.
¿Qué pasó para que termine pensando en Poe sobre la madrugada de un domingo? Quizás fue el vértigo de ver, por un momento, que todavía hay quienes eligen la belleza rara, la que no encaja en las grillas de eventismo. O simplemente fue el cansancio noble de haber estado en el lugar correcto, con la gente precisa, en el tiempo exacto en que la música y el sentido se tocan sin que nadie lo note.
¿Qué pasó en esas diez horas de armado, prueba de sonido, agua, birra, papitas, pizzas, cerveza, encendedores gastados, abrazos de reencuentro y saludos de presentación? 

Rosario, sábado. Siete de la tarde. Llueve como si la ciudad necesitara limpiar algo. Hace frío. No el frío de las postales, sino ese que cala los huesos, el que se te mete debajo de la ropa y te recuerda que el litoral en invierno es más húmedo que triste.
En la calle, el viento embiste, con fastidio. Nadie logra encender su armado.
Adentro prueba sonido Tensión. Luego Vanyara.
La noche promete una gran fecha.
Pensada.
Gestionada.
Esperada. 
Agotada.
Buenos Vampiros arma una ronda estrecha afuera de Majo. Las luminarias empañadas por la lluvia apenas alcanzan para iluminar sus rostros. El frío no intimida a las risas. Tampoco a la sinceridad que cultiva el cuarteto.
Irina Tuma en guitarra y voz, además de manager; Ignacio Perrotta en guitarra y voz; Luana Giobellina en bajo y coros, Mora Murguet en batería y agite. Son cuatro pero se multiplican en sus esfuerzos: viajar, tocar, mover equipos, probar sonido, dormir lo que se pueda, comer cuando se pueda, armar el puesto de merch, sacarse fotos, dar notas, repetir.
Hace algunas semanas volvieron de su primera gira europea, y ahora, como si el jet lag nunca hubiera existido, ahora encaran una gira nacional por las rutas argentinas. Desde Mar del Plata hacia la inmensidad argentina: Rosario, Córdoba, Villa María, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca, San Juan, Mendoza, San Rafael, San Luis y Capital Federal.
Ciudad tras ciudad, provincia tras provincia, como si fueran una mezcla orgánica de militantes culturales y adolescentes viviendo el sueño. 
Sin embargo, lxs adolescentes que arrancaron hace años en un antro de Mar del Plata ya no existen. Las edades cambiaron. La formación cambió. Todo creció. Pero especialmente crecieron ellxs como protagonistas de su propia historia.
“Podríamos haber elegido otra cosa, ¿no?” , dice Irina, mientras pasa un cigarrillo armado.
“Hacer pocas fechas al año, grandes, prolijas. Está bueno eso. Nos re sirve.  Pero no, salimos a tocar sin parar”.
“Medio que queremos hacer la nuestra”, agrega Luana. 
Lo dicen con una calma que es certeza. Buenos Vampiros eligió el camino largo: tocar donde lxs llaman, dormir donde pinte -en casas prestadas, squatts, hoteles u hosterías- hacer de cada fecha una excusa para conocer gente nueva, bandas hermanas, paisajes de provincia que no están en Instagram.
Es que si no, no sucede, por eso activamos”, dice Nacho. “Queremos salir, es el momento justo de arriesgar”.
La garúa no afloja. El asfalto brilla como recién encerado. La conversación se concentra en torno a lo que significa girar. Pero no girar en el sentido cool de la palabra. Esto es otro asunto. Ellos hablan de San Luis, de Villa María, de Tucumán. Hablan del norte, del sur, de las plazas, de las salas prestadas, de los escenarios que están por revelarse. Conocen bastante. La mayoría es descubrimiento por venir.
“Una vez en Tucumán pensábamos que no iba a venir nadie”, cuenta Mora. “Y terminamos conociendo una bocha de gente. Todo el mundo re sacado. Fue hermoso”.
Esa palabra se repite mucho: “hermoso”. No lo dicen con ingenuidad ni con romanticismo barato. Es un hermoso con barro, con colectivos, que tiene hambre y camaradería. “Es como estar de viaje de egresados”, bromean. Ninguno tuvo uno, dicen. Quizás por eso lo están viviendo ahora, algunos años más tarde, cruzando el país en micro, durmiendo donde se pueda, con una cooperativa musical que también es una forma de vida.
“Es una cooperativa”,  dice Nacho, riéndose. “Pero autogestiva. Nosotros organizamos todo. No hay un otro que diga con quién tocar ni dónde”.
“Igual, nadie nunca nos dio órdenes”, indica Irina.
Y eso, para ellxs, lo es todo. Porque no se trata sólo de tocar. Se trata de elegir. De compartir escenario con bandas afines. De construir una comunidad que no siempre aparece en Spotify pero que está viva y palpita en cada ciudad.
“Tocar con Tensión en Rosario es un deseo cumplido”, dicen, hablando de un momento esperado y deseado, en cada visita a Rosario, pero también en cada escapada del quinteto local hacia Mar del Plata.
“Compartir con la gente que nos inspira. Es comunidad”, agregan, coincidiendo con sucesivos de una. La palabra comunidad también se repite. La comunidad reaparece en la charla bajo la lluvia. Y por eso, cada fecha importa.
Pero hay desvíos. Una y otra vez.
La pregunta inevitable aparece: ¿cómo hicieron para dejarlo todo y cruzar el océano? ¿Qué tuvieron que soltar?¿Cómo organizar la vida real para irse a vivir un sueño? 
“Yo renuncié a mi laburo”, dice Irina, sin drama.  Sus palabras contemplan la responsabilidad de la decisión. No lo dice sin carga. Era un trabajo que le permitía viajar, pero no a ese ritmo, no con esa intensidad que demanda tocar todos los días por semanas, con pocas jornadas de descanso.
“Fue un impulso. O lo hacés ahora, o no lo hacés nunca”, confirma.
Y así fue. Apostaron al proyecto. Con todo. Sin medias tintas. Sin plan B. Sin red. Como quien se lanza de un edificio con una mochila que no sabe si es paracaídas o caja vacía.
Y les salió bien. La cosa marcha. Es un montón.
“No tenemos nada que perder”, dicen. “Ya lo perdimos todo”, bromean inmediatamente, seguido con risas. Y esa frase, dicha con humor y sin tristeza, suena a una verdad: lo están dejando todo por el sueño tangible que es la banda. Porque la pérdida también es una forma de libertad.
No pagar alquiler es un privilegio, lo saben. Lo dicen. No se hacen lxs desentendidxs. “Si tuviéramos que pagar alquiler, no estaríamos acá”, afirma Mora. Y en esa sinceridad hay una lucidez. Lo que hacen es posible porque todavía tienen cierto margen, cierta red de afectos, de estructuras mínimas que no los aplastan.
Y entonces giran. Porque pueden. Porque quieren. Porque todo su spleen reside ahí. Porque saben que el futuro no promete nada idílico. El presente es encuentro. Si algo bueno habrá de venir, probablemente salgo de esa comunidad que mencionan. 

Les hablo de Mar del Plata. De los pibes y las pibas de 14 que usan remeras de la banda. De quienes arman fechas en lugares donde ni siquiera hay escenario. Buenos Vampiros es una banda referente en su ciudad natal. Tal vez también en otros lados. A la noche, sobre el escenario, Vanyara comenta frente al micrófono la alegría y el honor que representa compartir fecha con Buenos Vampiros, banda que fue modelo para ellas.
La palabra referente agita algo.
No sé si referentes”, responde Nacho con pudor.
“Más bien inspiración. Motivación. Ver que se puede. Nosotrxs tocamos en plazas y hay quienes nos vieron y armaron su propio proyecto. Pero antes alguien nos mostró eso a nosotros. Creo que lo importante es demostrar que cada persona puede activar su proyecto”, reflexiona el guitarrista.
“El año pasado estábamos en una fecha re autogestiva armada por otras bandas, cuando en su momento, hace siete años atrás, los que armábamos esas fechas éramos cuatro bandas, las mismas cuatro bandas de siempre. Y ahora, ves que están  gestionando ese mismo tipo de fechas, muchísimas bandas nuevas”, expone Irina.
“En Mar del Plata hay pocos lugares para tocar. Tenés que armarlos. Entonces, ver que esa movida se está armando, es sorprendente. Antes no estaba ahí. Creo que formamos parte de esa movida, como otras bandas. Nada más.  Creo que todo se va uniendo. Es recíproca esa inspiración. Nos motiva. Queremos hacer más fechas y salir a tocar. Aportar desde nuestro lado para nuestra ciudad”, afirma Tuma.
“Creo que salimos a representar Mar del Plata. Eso está buenísimo, es como un orgullo salir a representar tu ciudad”, cierra Mora.
Y yo lxs miro. Lxs escucho.  Están cansadxs pero contentos. Expectantes. No tienen la pose del rockstar ni la ansiedad del que quiere romperla. Son, simplemente, lo que hacen. Gente que construye desde abajo. Que si tiene que cargar un parlante lo hace. Que si hay que armar la fecha, se arma. Y en esa dedicación, en ese hacer cotidiano y sin glamour, hay un oficio que no necesita pirotecnia ni agregados épicos.
En una Argentina arrasada por las políticas neoliberales, donde la inflación se volvió paisaje y la esperanza un bien escaso, Buenos Vampiros se sostiene como puede y como quiere: haciendo música. No hay cinismo en ellxs. No hay ese desgaste que se convirtió en pose en tantos otros. No se disfrazan de iluminadxs ni de mártires. Son hijxs de una época hostil, sí, pero decidieron no rendirse ni lavarse las manos. En cada fecha, en cada parada, hay algo que se defiende.
Se nota que cargan con las heridas del desencanto. La pandemia arrasó. El albertismo dejó más preguntas que respuestas, más parches que reparaciones, y la amenaza fascista —esa que se disfraza de libertad y algoritmo— crece como maleza en el baldío. Lo saben. Lo ven. Lo viven. Y sin embargo, no se repliegan. No se atrincheran en la ironía ni en la comodidad de la indiferencia. Salen. Se exponen. Militan desde la música, desde el afecto, desde una ética del encuentro que se volvió subversiva en tiempos de odio viralizado.
Lo que Buenos Vampiros hace es político en su forma más íntima y concreta: construir comunidad. Decir que no. No a la intolerancia, no a la pérdida de derechos, no al individualismo meritocrático que quiere colarnos el algoritmo. Y decir sí. Sí al abrazo entre bandas, a compartir escenario con quienes también resisten. Sí a tender redes donde antes había competencia. Sí a una vida que no se rinde ni ante la miseria ni ante el miedo ni ante la resignación. 

En un ecosistema saturado de fórmulas que garantizan reproducciones, hay bandas que eligen el cambio antes que el confort del éxito repetido. Le escapan a ese sonido que alguna vez los definió y que, de estirarse demasiado, corre el riesgo de volverse caricatura. Esas bandas entienden que cada disco, cada show, cada canción, es una oportunidad para traicionarse un poco —o traicionar la expectativa— en nombre de algo más vivo que el aplauso: el movimiento.
No se trata de una evolución lineal ni progresiva. A veces es un salto al vacío, otras un tropiezo que raspa pero deja marcas nuevas. Porque crecer, para estas bandas, no es inflar la audiencia sino ampliar la paleta, tensar los bordes, desafiar la forma segura.
La valentía no es sonar fuerte, sino sonar distinto cada vez. Y en ese vaivén, alrededor de lo infalible, se forja una identidad menos decorativa y más visceral. Visceral porque profundiza. Porque corta. Porque remueve los caprichos más intestinos del hacer.
Así la banda avanza como quien abre camino en el barro. No buscan gustar —no del todo—, y ahí está su apuesta. Porque cuando la fidelidad es al proceso y no al resultado, lo que florece no es una marca, sino una obra en movimiento. Una banda que no teme dejar de ser lo que fue, para llegar a ser algo que todavía no sabe cómo suena.
Buenos Vampiros pudo volver sobre lo seguro. Sin embargo, eligieron no repetirse. Así como no hubo otro «14 de febrero» en Destruya (2022), no hubo otro «El Perro» en Entre Sombras (2024).
Apostando a una formación establecida desde la química artística y humana, Entre Sombras ahonda en texturas y climas a partir de una base rítmica lograda. La batería de Murguet y el bajo de Giobellina funcionan como columna vertebral: sólida, tensa, envolvente. Sobre esa base se construye el resto: capas de guitarra que no rellenan sino que sugieren, voces que no encabezan sino que se sumergen.
Producido por Estanislao López, el disco conecta desde cierta naturalidad temática, sin forzar la cohesión pero construyendo un lenguaje común. «La calma del cementerio», «Alguien te espera», «Canción para Rufina» y «Puedo ver el mar en tus ojos» son cantos donde las voces parecen estar en un estado liminal, en un borde entre la vida y la muerte, el amor y la pérdida, el cuerpo y el alma. La narración, en primera persona, no es lineal ni busca una progresión clásica: es fragmentaria, sensitiva, como si se tratara de un monólogo interno o una visión onírica. Las canciones funcionan más como atmósferas que como relatos. No hay historia con desarrollo literal, sino escenas emocionales congeladas en el tiempo.
La perspectiva no es la de un narrador externo ni una figura protagónica estable, sino la de un ser vulnerable que demanda, implora, se confunde, recuerda y se entrega. Las voces no cuentan: sienten. Frente a la sobreexplicación o la necesidad de sentido, Buenos Vampiros elige el misterio.
Las canciones de Tuma y Perrotta trabajan con un lenguaje poético minimalista pero cargado de símbolos potentes. Amor, muerte, mística, pérdida y redención se entrelazan para construir una experiencia emocional intensa y abierta a múltiples interpretaciones. La voz que habla parece suspendida en un momento eterno, habitando la frontera entre lo sagrado y lo roto. Esa tensión entre lo etéreo y lo concreto se vuelve una constante: el cuerpo que recuerda, el paisaje que duele, el amor como presencia ausente.
Hay un minimalismo lírico evidente: frases cortas que no explican, sino que dejan espacio al silencio. Y son esos silencios los que ganan protagonismo. En Entre Sombras, el silencio no es vacío: es umbral. Las pausas pesan. Los vacíos vibran. Cada silencio es un eco de lo que no se pudo decir.
La construcción de un mundo emocional entre la vida, la muerte, el deseo y la redención permite una introspección intensa y contenida, que habilita estallidos dramáticos desde una calma densa, húmeda, casi ritual.
Estos recursos trazan un rastro romántico que puede rastrearse en la tradición del simbolismo del siglo XIX —donde lo importante no era lo dicho sino lo sugerido— y en músicas contemporáneas como el darkwave o el dream pop, que priorizan la atmósfera sobre el mensaje claro.
Todo suena al filo de algo que acecha, como si el disco respirara con la amenaza contenida de una tormenta que nunca termina de desatarse. Esa tensión latente, pulsional, no se expresa en golpes directos ni estallidos dramáticos, sino que se desliza en la superficie, como un escalofrío. La amenaza nunca se concreta, pero lo impregna todo. Y es justamente ahí donde aparece su fuerza: en el clima. Las voces de Nacho, Irina y la de Ana Curra —invitada distinguida— no buscan imponerse ni dominar. Son más bien parte del paisaje. Voces que flotan, se filtran, se doblan en ecos. Voces que se entrelazan con las capas de guitarras y sintetizadores como si fueran niebla. Esa elección —la de fundir la voz con el entorno— es la que le da al disco una identidad propia. No se trata de cantar por encima, sino de cantar desde adentro del clima, como si cada palabra fuera parte del mismo soplo inquietante que recorre el álbum.
La literalidad no parece ser el camino principal de este disco. Buenos Vampiros prefiere tejer un mundo propio, hecho de sombras cálidas y brumas afectivas, bien complementado con el afuera. Las sociedades artísticas que integran —junto a diseñadores como Santiago Moscardi y Andrés Yeah— no funcionan como simples añadidos visuales, sino como extensiones del universo sonoro. La apuesta rebasa lo estrictamente musical, proyectando una estética expandida. Si bien esa construcción data desde su debut, parece que ahora tienen la decisión consciente de conectar todos los puntos dispersos, enlazando un concepto general donde pasado, presente y futuro se armonicen conceptualmente.
Eso mismo se traduce en el accionar del vivo, con la banda sabiendo qué quiere.
Gestionar una gira extensa detrás de otra, apostando a las sorpresas que pueda deparar el camino, dictamina la voluntad de Buenos Vampiros de ser un proyecto orgánico que corre detrás de sus ideas. Ni comodidad ni pausa: es ahora porque el futuro es incierto y la idea de perder les tiene sin cuidado. ¿Qué significa perder cuando estás recorriendo el mundo con tus amigxs?
Cuando aparece ese punto preciso sus miradas se encienden de una manera.
¿Qué quieren? Cada integrante dispara su verdad, sonriendo.
-Queremos tocar.
-Conocer gente.
-Queremos viajar.
-Queremos construir algo, tipo comunidad.
La palabra comunidad sirve como llave para mostrar algo de lo que buscan, pero que también están logrando.
“Está bueno lo de comunidad. Es hermoso eso. Está bueno porque después tenés aparte de amigos y bandas en otros lugares. Ya tener amigos te abre la posibilidad. Por eso armamos con bandas que admiramos y queremos. Por eso también, ponele, te encontramos a vos siempre en movidas así. Es volver y seguir construyendo”, señala Mora. 
“Ser más una comunidad…ser una comunidad re linda”, propone Irina. “Eso es lo más lindo. Y bueno, y tocar también con bandas. O sea, tengo re ganas de ver Tensión. Nos pasa que cada lugar tiene su atractivo. Está bueno poder disfrutar eso. Estamos más tranquis como para saber disfrutar”.
“Creo que aprendimos algo fundamental: estamos haciendo lo que queremos. Eso vino del laburo constante. De aprender, pero también de atreverse. No es fácil, por eso digo que tuvimos que aprenderlo”, comparte la guitarrista y cantante.
“Hoy tocamos con Tensión. En La Plata, con Miedo Puro, que es un bandón de unos amigos, en Mar del Plata tocamos con Valeria del Mar, una banda amiga también, entonces como que vas conociendo y haciendo amigos. Esa comunidad como se dijo recién. Está bueno no tener a nadie que te de ordenes. Estamos tocando con quien queremos, cuándo queremos. No siempre es posible eso, por eso lo valoramos”, concluye Nacho.

En Majo la banda toca veinte temas, recorriendo sus tres discos.
Las versiones actuales de Paranormal quedaron lejos de aquel debut de 2019. Están evolucionadas. Irina juega con la plasticidad de sus tonos vocales. Nacho respira, oxigenando su organismo, con resto para toda la noche. Mora inserta la firmeza del beat para que Luana teja su amplitud melódica.
Lo que era un dream pop en ciernes ahora es un gaze definido por líneas de bajo con autoridad, donde Irina y Nacho se manejan desde otra perspectiva autoral: la distancia articula otras posibilidades, haciendo de la canción algo maleable bien corrido del sentimiento original.
Es el resultado propio de un grupo que avanza día tras día, especialmente en periodos de prueba como son las giras. Todo se transforma desde esa energía cotidiana que no se resigna por nada.
La banda suena tan ajustada como disfrutada. La química musical refleja la onda armónica que se vive bajo el escenario. De esa forma, el cuarteto se divierte jugando a posar para las fotos así como también haciendo magia con un yoyó que se trajo Mora.
Tres días con un yoyó fueron suficientes para que la banda imagine cosas. Por ejemplo, fotos haciendo trucos con el yoyó. Hay desafíos entre Nacho y Mora, flashes, fotos, risas, saltos. Y también una idea tentadora nacida en Rosario: yoyós de Buenos Vampiros para el merch. La idea pega, entre risas y estimaciones sobre cómo conseguir mil yoyós de manera urgente para llevar a la gira.
Ese feedback que manejan como grupo se refleja a la medianoche, cuando cientos de gargantas cantan a la par, saltando, divertidas, pero también desgarradas cuando Nacho entona sus himnos descorazonados con su voz de tenor.
“Lo que sentís como banda se refleja sobre el escenario. La gente lo percibe inmediatamente”, me comenta temprano Rodrigo de Tensión, cuando hablábamos de nada y de todo al mismo tiempo. Esas palabras suenan justas. Tanto para Buenos Vampiros como para Tensión y para Vanyara, que son energía y precisión.
Hay algo inasible en el modo en que las tres bandas administran el disfrute sobre el escenario. No es solo energía ni destreza: es una especie de alquimia emocional que parte del goce íntimo y se vuelve colectivo, como si el placer de estar ahí —en ese preciso momento, en ese lugar improbable— fuera tan sincero que se filtrara por los poros, se amplificara en la reverberación de lxs cuerpos.
Buenos Vampiros se miran, se ríen del disfrute, con esa despreocupación que solo tienen quienes viven sin mañana. Y entonces el público, como por efecto reflejo, entra en esa misma frecuencia: cantan, saltan sin espacio, abrazan  a quien tienen a su lado. Se trata de comunión. Una que no se ensaya, pero sucede. Y cuando sucede, deja una marca.

Cuando termina el show, cuando se apagan las luces del escenario. Lo que queda es la certeza de haber compartido algo verdadero.
Se termina el recital.
La calle espera.
Pienso que tal vez la extrañeza de la que hablaba Poe no es solo estética o espiritual. Es también política, afectiva, generacional. Buenos Vampiros no busca acomodarse a ningún molde ajeno. Su música, hecha de brumas, bajos cargados de sombra y letras que susurran más que gritan, es una forma de sobrevivencia emocional. Una belleza torpe, rara, profundamente humana. La clase de belleza que no necesita ser explicada, porque se siente en el pecho.

 

Texto por Lucas Canalda – Fotografías por Renzo Leonard

 

 

 

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