OBSESSION EN EL SÓTANO: TEXTURAS DE LA CONVERGENCIA


Con las presentaciones de Amaru, Marttein y CyberAngel, además de la puesta performática de 4n0,  y DJ Romance en las bandejas, Obsession transformó el subsuelo del Galpón 11 en un territorio de experiencias sensoriales que imagina una Rosario renovadora.

Amaru se planta como una estampa estoica en el negro absoluto del subsuelo. Es una figura dionisíaca que se recorta sobre una estela azulada envolvente. Íntegramente de blanco, su pelo es de un azul de otro tenor, algo eléctrico. Es una presencia poderosa, aunque se intuye frágil ante la hostilidad climática. Afuera la temperatura apenas roza los 11° y, en el sótano, la humedad baja algunos grados más. En la mano tiene un micrófono y un tímido rosario que cuelga entre sus dedos, cubiertos de blanco impoluto. Los lentes cubren su mirada. En su espalda, un óvalo considerable, deja su piel a merced de la intemperie. 
Apenas descienden las primeras personas por la escalera del sector ingreso Amaru empieza su descarga lúdico-sensorial. La música es abrasiva, llenando cada rincón del subsuelo. La gente acude hacia su presencia. El ritmo está entretejido por beats sintéticos, sonidos de la naturaleza, voces y otras intervenciones. Es un tapiz sobre el que Amaru levanta vuelo, cantando en varios idiomas. Maneja un metalenguaje.
Canta. Gesticula. Dramatiza. En apenas dos minutos, la gente rodea la escena. Primero con incertidumbre, luego por necesidad: quieren estar cerca. Así pueden apreciar lo íntimo de la dilatación del gesto. 
Sobre su espalda, a medida que avanzan los minutos, se dibujan unas gotas de sudor. Es el atrevimiento de la imposibilidad. Se mueve, en la densidad del azul, pero apenas. ¿Qué temperatura tienen las emociones? Amaru debe saberlo.
En una contemporaneidad donde reina la redundancia y donde cada acción, criatura, o expresión que habita este mundo parece estar taxonómicamente definida, clasificada y explicada, Amaru se mueve por una tangente, siempre hacia el extrañamiento, donde se mueve con comodidad. Al final, siempre se trata de reconfigurar definiciones.
Con el subsuelo funcionando como caja de resonancia sin tregua, Amaru tiene inconvenientes, tanto para escucharse cantar como a las pistas. De esa forma, se produce una fricción que eleva la apuesta: asume el riesgo propio del vivo y sale adelante. La aspereza suma.

En la última canción, alguien espera por Amaru: una presencia portentosa, enfundada en un traje negro de dos piezas, coronada por un casco de moto polarizado. Si no fuera porque exhibe un torso de pura piel trigueña, podría ser una entidad corpórea salida de la oscuridad del sótano. Pero es tangible, tiene carne. Luce paciente. Espera. Empuja un carro ortopédico con intervenciones colgantes de cruces y cuchillos. Es una carroza lúgubre, tan incómoda como peligrosa, aun así, Amaru parece gravitar hacia allá. Camina hacia su encuentro hasta que toma asiento. 
Sobre un cuadrado de césped sintético permanecen en mutua compañía. Se necesitan. Son blanco y negro absoluto, excepto por su piel exhibida, la que transpira, la que les hace mortales.
Salen de paseo. El negro empuja al blanco en el carro ortopédico. Es una pureza impedida la de Amaru. O quizás solo se trate de una diva paseando por su jardín de concreto. El paseo altera la centralidad de la escena: caminan a paso cansino, dando una vuelta por una ruta señalizada por líneas iluminadas por estrobos. La gente se acerca cada vez más. No hay distancia alguna. Es una procesión del enigma. Un cortejo fúnebre anárquico que no tiene cabeza, tampoco principio ni final. Van donde manda la curiosidad. Vuelven al verde del oasis. De nuevo en relax.  Amaru acaricia el casco de la entidad y lo marca pasando su lengua por el casco. Es un beso. Es un capricho. Es despedida.
A su alrededor, las fronteras resultan fluctuantes, siendo la propia curiosidad de la gente la que delimita la distancia. ¿Curiosidad de qué? De poner el ojo en la textura salival que deja la lengua de Amaru sobre el casco. No hay rostro alguno debajo de la protección negra, sin embargo, el placer transita por ese cuerpo. 
La entidad no termina de irse, puesto que vuelve, arrastrando un terciopelo rojo donde anida una criatura de naturaleza melancólica. Vistiendo ropas satinadas, la criatura luce abstraída. Queda a pocos centímetros de Amaru.
El terciopelo y el césped sintético texturizan la postal: frío, humedad y oscuridad son atmósfera reinante, el cuadrado intervenido verde y rojo, es un oasis de caricia y fertilidad.
Detrás de las columnas, emerge otra criatura, que termina trepada a la espalda de la entidad. Saltimbanqui de lo inesperado, se encarama dos veces sobre el lomo negro. Sin demasiado esfuerzo, la entidad se libera, dejando a la criatura trepadora junto a la melancólica. Lentamente, ambas criaturas se acercan, quedando encastradas.
La gente se mueve alrededor de la escena. Es un enjambre hambriento por averiguar cada movimiento que está por venir. Se observa un fenómeno: quienes están en la primera línea, siguen todo como testigos privilegiados; detrás, en la segunda y tercera, tienen la atención puesta también, mientras que, en movimientos rápidos, giran, mirando hacia a la retaguardia, esperando la siguiente sorpresa. Se genera una extraña escena:  el cordón de gente primario, rodeando el rectángulo verde, como una frontera desigual terminada en cabelleras; seguidamente, el cordón exterior, un rejunte de cabezas giratorias con miradas extraviadas, casi paranoides. La situación es compleja: admite la ambigüedad de lo inesperado, sin protocolo de lógica al cual aferrarse, mientras que también se fomenta la confusión, desperdigando la atención ante la oscuridad del subsuelo. ¿Qué habita entre estas sombras? ¿Qué está por venir? Se siente como una apuesta al sin sentido. El plan de 4n0 está surtiendo efecto. 

DJ Romance toma las bandejas para marcar principio y final. Durante la noche se genera una atmósfera que permite a las personas divertirse con soltura. La gente ocupa la totalidad del espacio, entregada a la experiencia completa.
Como relevo, DJ Leiny hace de las suyas, pausando, por un rato, su rol de organizadora, como una de las responsables de Obsession. Ya está escrito en el imaginario popular: no play and all work makes Jack a dull boy.
Obsession es una productora independiente radicada en Rosario, Argentina. Su objetivo principal es fusionar distintas corrientes de la música electrónica y el pop latino contemporáneo, fortaleciendo una escena emergente que viene creciendo de forma sostenida. Ese crecimiento está signado por los contrastes propios de una época compleja: desde la desesperanza pandémica hasta la economía inflacionaria que corroe tanto el cotidiano más urgente como los intereses recreativos de la población. Desde esa realidad urgente, el trabajo de Obsession se caracterizó por una pátina astuta que, además de lo estético, fue resolviendo situaciones casi de contingencias, entre realidades de un circuito cultural local siempre precario, productoras y empresarios cuasi usureros, además de realidades del público, tan necesitado de pagar el alquiler y comer como de nutrir cuerpo, mente y corazón con experiencias culturales.
La productora se dedica a establecer conexiones entre colectivos, artistas y sellos de diversas procedencias, trayendo su trabajo a la ciudad y fomentando proyectos colaborativos con talentos locales de diferentes disciplinas.
En el último año Obsession viene proponiendo nuevos lenguajes en el circuito cultural del litoral, apostando a sorprender con artistas que llegan desde diversos puntos de la Argentina. Si en los últimos quince meses la escena rosarina estuvo adormecida, Obsession propuso un tratamiento de shock amigable mediante trances revitalizantes en la pista de baile, aportando tintes inéditos donde performance y piel logran enraizarse en algo refrescante.
Siempre en busca de territorios desconocidos donde activar, el subsuelo del Galpón 11 se presentó ideal para una apuesta conjunta con el colectivo interdisciplinario 4n0 (Mauro Chinellato, Amarú de Luca Maye, Juliana Facchinello + la participación de Castro El Sucio) almas gemelas en la búsqueda de nuevos lenguajes.
La aventura se confirmó como superadora desde lo artístico, así como también en lo sustentable, puesto que contó con el apoyo del público, casi agotando entradas. El resultado, por sobre todas las cosas, demostró que es posible erigir nuevas perspectivas a pesar de las corrientes conservadoras que barren la ciudad. 

Sobre las diez de la noche, Marttein toma el escenario. Una plataforma cuadrada baja, iluminada desde arriba, justo por encima del piso translúcido del Galpón 11. El tono, ante la incertidumbre, puede resultar amenazador. Es el debut de Marttein en Rosario. Mientras que la mayoría del público presente no lo conoce, hay un puñado de acérrimos que están esperando este instante desde hace tres años.
Al combinar elementos de teatro físico, punk rock y arrebatos postindustriales ad-hoc sobre su propio cuerpo -o sea golpes directos que producen una musicalidad-, Marttein logra una apuesta inteligente y salvaje. 
En su verba aparece lo idiosincrático del arrabal junto al cut-up burroughsiano, un método ideal para sus canciones caracterizadas por quiebres constantes. En el vivo aparece un sobreencimamiento de esos elementos. No es una convivencia pacífica, ni tampoco neutral: puede que de esos chispazos internos deriven las combustiones externas.

Alrededor del escenario, hay una seguidilla de rostros del circuito performático rosarino: Gladyson Panther, Fla Cisera, Sofia Coloccini, Igna Campos, Jule de Indispuesta, hasta la misma Juliana de 4n0. En sus rostros hay curiosidad, admiración y respeto.
Entre flashes de cámaras y teléfonos, Marttein entra en un estertor que es pura costillas acá y allá. Mueve su cadera mínima, entre violencia y sensualidad. Salta, se cuelga, cayendo, de lleno, seco, sobre un piso que estalla en ruido. La música, mientras tanto, atrona de fondo, con Pedro Banal guitarreando. Otra vez de pie, como un caballito que necesita ser castigado, Marttein corretea en puntas de pie, sacando la cola, spankeándose mientras enfila hacia el escenario, todavía sin volver. La intro fantasmagórica de «No vayas» le sirve para deambular, chocando a la gente bajo luces rojas. Cuando vuelve al escenario, la canción se dispara. Salta una y otra vez. Se cuelga de una viga. Choca la cabeza. Crack. Escupiendo la letra, en clave de advertencia, vuelve para zambullirse sobre la gente, que se desata en un delirio histérico, con gritos que lo cubren todo. El éxtasis es total. En apenas 120 segundos se destraba otro level de entrega. Sangre corre por el pelo de Marttein, su cuerpo esmirriado se infla con una respiración que quiere más. La gente está loca, gritando. Pedro Banal sonríe en un gesto de incredulidad. ¿Qué acaba de pasar?

“Vino gente del ballroom, la perfo, el cine y los recis. Re bien el público”, comenta, al pasar, Pablo Lucas, una de las partes responsables de Obsession. La observación llega cuando DJ Romance está liquidando los últimos cartuchos con la gente celebrando la pista de baile. Todavía queda un rato de disfrute. Es tiempo de darlo. Sin apuros. Sin restricciones.
El sótano es una convergencia: el público está compuesto por una heterogeneidad fuera del radar habitual del tradicional espacio junto al río. En la pista, no obstante, existe un anonimato liberador. La posibilidad de ser en la oscuridad; una oportunidad de brillar desde el enigma de la negrura; la probabilidad de olvidar(se) por unas horas. 
Desde sus primeros días, la expresión performática ha sido una de las formas de arte más atrapantes. Fundamentalmente, la perfo, siempre logró una transversalidad única capaz de tocar una amplitud de sensibilidades, logrando resultados transformadores. Esa transversalidad rebasadora de guetos, disciplinas y fronteras culturales fue, por supuesto, una virtud.
La historia de la performance se remonta al dadaísmo y el futurismo a principios del siglo XX en Europa, cuando artistas jóvenes comenzaron a realizar representaciones anárquicas destinadas a despertar al público del estupor inoculado por una guerra que había arrasado con algo más que vidas en el frente. Mirando atrás, aquellos primeros estertores, hoy considerados históricos, fueron salvas dispersas en un mundo demasiado lejano, demasiado frío, pero que contaba con una historia por hacerse y deshacerse.  
Ya en los últimos quince años, la performance se ha entendido como una forma de relacionarse directamente con la realidad social, las especificidades del espacio y las políticas de identidad. En nuestro país fueron varias agrupaciones las que lograron (des)hacer escuela con constancia y entendiendo de que era necesario ocupar los espacios para convertirse en un faro que permita iluminar otras rutas por donde caminar. Con esa decisión, diversos colectivos ganaron visibilidad construyendo, en el camino, espacios de resistencia y de encuentro.  En Rosario los últimos cinco años encontraron una renovación directa por la acción agrupaciones interdisciplinarias que, ante las políticas culturales de enclaustramiento y reduccionismo capitalista, interpusieron la celebración experimental como recurso de resistencia.


La velada  sigue adelante, aunque, para Marttein, hay un volantazo inesperado hacia la guardia del hospital más cercano: parte para hacerse revisar el corte en la cabeza que no para de sangrar. Además de haberse ganado la copa al mejor debut rosarino del último lustro, literalmente, recibe puntos por haberlo dejado todo. ¿Está preocupado por su herida?  No. Lamenta perderse el crédito local del que tanto le hablaron.
Rondando la medianoche, cuando Cyberangel toma el control del subsuelo, la gente emerge de la oscuridad para volcarse sobre el escenario. La banda liderada por Patricio Invaldi, como Cyberangel, se completa con Rubi Tomic, Ju Red Ryu y Jeremy Flagelo, además de la participación estelar de Catalina Druetta.
La puesta, full dark como dicta la ocasión, parece ser una invitación a entrar a un laboratorio de operaciones: monitores enormes codificando de modo frenético, instrumentos intervenidos, auriculares retrofuturistas. En pocas palabras: un desarmadero donde la protocultura encuentra segundas vidas.
Suenan «Rosario is dead», «La república», «Yen», «Neón» y «Hielo», entre otras. La distancia preventiva se rompe inmediatamente, cuando son los brazos del público que aparecen, cual tentáculos arengadores que quieren la dosis que están necesitando. Podría ser una versión amigable e invernal de «Wish» de Nine Inch Nails. Con la gente enardecida, cantando las canciones, Invaldi se torna un bólido moviéndose entre saltos, stage diving y pasos de baile a la Michael Jackson en los primeros 90: aquel que flotaba sobre el piso con la sutileza de sus pies libre de parafernalia y trucos. ¿Recuerdan aquel tiempo?

Más allá del ropaje estético ciberpunk post-Akira y el concepto transhumano la obra de Invaldi no trata sobre el futuro, sino sobre el presente. Ofrece vislumbres de realidades y futuros hipotéticos, en los que las cosas a menudo se extrapolan a su conclusión lógica, para ayudarnos a reflexionar sobre el ahora. Habiendo dicho eso, también es menester apuntar que, en los cuatro años, las canciones de Cyberangel estuvieron adelantadas al futuro inmediato, anunciando un estado pandémico de aislamiento individual pero hiperconectado, al igual que los incendios que sumieron a la ciudad de Rosario y al litoral argentino en la asfixia, donde nos habituamos a respirar veneno y caminar bajo un cielo de ceniza. Hay una gran cantidad de previsión en su trabajo. Invaldi tiene habilidad particular para analizar tendencias y comportamientos inherentes a la vida moderna y extrapolarlos a temas vívidos que revelan una especie de verdad cruda sobre nuestro cotidiano, gran parte de la cual se centra en nuestra relación con la tecnología y los hábitos inconscientemente misantrópicos que nos hacen. Algunos años atrás, cuando Cyberangel era Lesbiano, la meta era  el breakpop: desarmar el lenguaje universal dominante en las ondas para deconstruirlo, reimaginarlo; reclamar, al menos una mínima porción. En la actualidad la meta parece ser la misma puesto que, Invaldi, ante todo, busca contrabandear data. ¿Qué tiene que ver esto con Obsession, más allá de generar el espacio ideal para que Cyberangel se luzca?  Hablamos de activar una convergencia donde distintas esquinas se encuentran para potenciarse, logrando, por una noche, una zona franca donde es posible construir. Estamos en un lugar de afirmación e inspiración. Habitamos la posibilidad, tan solo sea por un rato. ¿Cómo hacemos eso? Disfrutando. Pero fundamentalmente intercambiando información, cruzando la data, acercando las esquinas que cohabitan en paz, aunque difícilmente se mezclan.  Los cuerpos dicen tanto como las voces. Quizás más. En este espacio el diálogo es fluido. Las palabras huelgan. 
Alrededor de todo el planeta, la gente baila para celebrar, llorar, despedir o interpelar. Entre tanto, también es posible bailar para unir comunidades. Son vinculaciones necesarias. En ciertas ocasiones son tradiciones. En otras, son urgencias de último recurso. Son gestos de acercamientos que pacifican allí donde la palabra embarra. Bailar como acto de acercamiento. Bailar como un ensayo de revolución. Después de todo, ya lo dijo Emma Goldman, si no puedo bailar, no me interesa tu revolución. 
Bajo una oscuridad igualadora y luces que hacen de la visibilidad algo lúdico para encontrarse entre abrazos y dedos que se aferran, Obsession vuelve ese potencial revolucionario que tiene el baile desde los principios de su historia. Aquí y ahora, con un sótano ocupado con personas de derredor, entregando sus cuerpxs a una confianza del disfrute, Obsession logra ser un símbolo de transición hacia otra ciudad posible, al menos por una noche. Entre flashes que delatan sonrisas amigas, anónimas, deseables, irresistibles, puede vislumbrarse un camino hacia otro lado. Encarnando la resistencia y la disidencia, somos cuerpxs que construyen. Obsession es una contribución a la reconfiguración de la identidad individual y comunitaria de nuestra ciudad. 

 

Texto por Lucas Canalda / Fotos de Maesearan y Renzo Leonard

 

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