EL SILENCIO NO ES TIEMPO PERDIDO: JIMMY CLUB CELEBRÓ SU CARNAVAL DE FANTASMAS

Jimmy Club presentó su nuevo disco Canciones para Fantasmas en Galpón 11, acompañado por Matienelinstante y Bifes con Ensalada. La noche fue la vindicación de un periodo de resistencia signado por el silencio, el miedo y el amor.

La música es una forma de existir. Más importante aún: es una forma de resistir. ¿Música de resistencia? ¿Qué sería eso ahora mismo, a las apuradas, mientras la gente llena el lugar? Dale. Rápido, que arranca. Digamos que es una expresión que contextualiza y colectiviza a aquellos grupos que no son la personificación de las expectativas sociales. Podría ser algo más: supongamos que, además de señalar el problema, pueda ofrecer soluciones o, al menos, funcionar como un bálsamo pasajero.
Jimmy Club (JC) elige sus herramientas: álbumes y recitales. Son herramientas clásicas, populares y, por, sobre todo, universales. Detrás de su elección reside una ideología del hacer: el pulso humano como acto creativo y punto de encuentro colectivo. Buscan -necesitan- estar entre la gente para lograr una consistencia real. Se comprenden como parte de la ecuación: apenas un elemento más. Son en comunidad. Allí su rol es funcionar como canal de esa comunidad, amplificando.
Canciones para Fantasmas, flamante álbum de Jimmy Club, es un ejercicio de fuerzas de acción y reacción: miedo y amor. Como artistas, están canalizando angustias y terrores de su generación para sublimarlos en algo más. Transmiten, para quien quiera escuchar, la alternativa al terror. No tienen la posta. No cargan con la arrogancia suficiente para creer algo semejante. Discretos, en la suya, apuestan toda su creencia a que la música es el medio preciso, y el amor, el elemento definitivo.
Cantan sobre los miedos de una generación. De una clase de miedo. También de otra especie. Y de otra. El miedo no es uno solo. La música tampoco.
Aceptar el miedo es entenderlo. Entenderlo es enfrentarlo. Al miedo lo enfrentan, ahora mismo, cientos de personas, cantando los temas de Jimmy Club.
Mientras que existe algo de justa celebración, el derrotero que trajo a la banda hasta éste preciso instante estuvo -casi- dinamitado por miedos propios y unos cuantos adquiridos por ósmosis. Una forma de terror comunitario inoculado en el otrora quinteto, una mezcla de desesperación, inseguridades y, típica rosarinidad, aspiracionismo.
En los últimos años la banda mantuvo un perfil bajo mientras se ocupaba de grabar nuevo material, rompiendo el silencio únicamente cuando tenía algo concreto para comunicar.
La base central de JC, puertas adentro, pasaba etapas activas, mientras que para el afuera no había novedades. Ese periodo se extendió más de lo imaginado. La decisión de guardarse no fue fácil: llegó con un alud de comentarios -por lo bajo y de manera abierta- de sugerencias, críticas gratuitas y recomendaciones, desde todos los ángulos. Las cosas tenían que hacerse de ésta o aquella manera. Se tardaban demasiado tiempo grabando. Que un disco no va, que ahora son los singles, que precisaban videos. Que no había comunicación alguna vía redes sociales. Que los seguidores, que los likes. Si se corrían, desaparecían, perdían su lugar; la gente se olvidaba de ellos, había demasiada información dando vueltas como para darse el lujo de guardarse. 
La bajada de línea constante era algo más que un deber ser, era el imperativo de cómo funcionar-triunfar en esta etapa tardía de capitalismo embrutecido. La banda soportó una sucesión de personajes cantaposta que ofrecieron la guía que nadie les había pedido. Con ese ruido alrededor, JC cerró filas y siguió adelante en la suya.
Con tanto ruido afuera, adentro pasaban otras cosas. El grupo no salió impoluto del proceso: Francisco Álvarez Di Franco, alías Efe, guitarrista insignia, se abrió cuando la grabación del tercer disco estuvo terminada.
Ahora, agotada la medianoche de un julio recién estrenado, ¿qué sucede cuando unas 350 personas cantan acerca de incendios, fantasías pinchadas o belleza rancia? Muchas cosas suceden. Hay un revoltijo de emociones acá y allá. Lo siente la banda. Lo siente el público. Lo siente el Efe, entre la gente, emocionado. Entre tanto, principalmente se ensaya la certeza generacional de que es posible construir desde formas diferentes a las imperantes. 
Aquí y ahora, el Galpón se siente como una vindicación. Jimmy Club se permitió comprender los tiempos de sus procesos artísticos. Ante la retórica aspiracional que pretende hablar de mercado e industria en una Rosario que se cae a pedazos, Jimmy Club pegó el portazo, concentrando su energía en lo esencial. La banda sublimó e hizo canciones para esos fantasmas que somos nosotros, buscando algo real entre rincones desiguales y distorsionados.
El silencio no es tiempo perdido. La gente sabe esperar aquello que aprecia. Por eso, cuando Jimmy Club sincroniza en la fragilidad de trescientas almas con «Monstruo en mi habitación», todo se siente demasiado real. El miedo es palpable, al igual que el amor. Nadie está solo cuando tiene una canción.

Jimmy Club está integrado por Martín Míguez -aka Panda-, en guitarra, voz y coros, Lucio Sánchez -aka Lusio-, en teclados y sintetizadores, Matías Bolzán en bajo, Gabriel Rosignoli  -aka Tano- en batería, programaciones y percusiones.  Para el show en vivo la formación se completa con Agustín Muntaabski en guitarra. 
Canciones para Fantasmas es el tercer disco de Jimmy Club. Constituido por ocho canciones en una extensión de 31 minutos, la banda apostó al formato álbum otra vez, encontrando ahí la paleta ideal para expresar sus necesidades estéticas.
El disco fue producido por Fermín Sagarduy, quien trabajó junto al grupo en épocas de pandemia, direccionando y apuntalando las apuestas voraces de aquellos meses de encierro e incertidumbre. Además de su atento oído, el rol de Sagarduy se magnifica por su capacidad de plasmar las ideas demasiado abstractas-volátiles-inverosímiles del otrora quinteto, demostrando una capacidad de resolverlas, entre técnica y comprensión conceptual. Tampoco debe obviarse su rol conteniendo el aspecto humano de la aventura, en lo que constituyó un periodo tirante entre los integrantes del grupo.
Lanzado de manera independiente, el LP se vio cimentado por una campaña de promoción que tomó la vía pública en una multiplicación de postales, proponiendo un afiche ilustrado por cada una de las canciones. Sin anunciar ni explicar nada, cada pegatina graficaba un tema con su respectivo título. Un QR direccionaba la curiosidad hacia la escucha del disco. La estrategia, uniendo la creatividad de la banda, la diseñadora Lucía Feroglio y el tesón vieja escuela de salir a la calle a pegar carteles, probó ser un éxito cosechando reproducciones en oídos atentos. De esa manera, con una apuesta paciente que evitó la saturación cotidiana de redes, el regreso de JC cobró espesor desde una arista diferente, uniendo la curiosidad de acérrimos y neófitos. No se trató tanto de una estrategia de lanzamiento como de una apuesta por apelar a la curiosidad natural de la calle: cada ilustración pop, junto al título enigmático, implicaba al otro en un juego de singularidad que necesitaba respuesta. Un rabbit hole demasiado atractivo para dejar pasar, quienes se mandaron por el túnel, encontraron una recompensa donde el extrañamiento se hacía canción. Detrás de los guiños cinematográficos y las gráficas de cómic independiente norteamericano de los 90, había canciones por descifrar.
Todavía está por verse cuánta gente habrá de quedarse en el campamento sonoro de Jimmy Club, aunque es justo afirmar que la campaña resultó en una multiplicación de escuchas y, quizás más importante, en la mirada del circuito musical local que atestigua la movida con admiración. “Esa movida con los dibujos y el QR es lo que hace falta. Captar la atención de otra gente. Basta de meter cosas por la garganta”, comentó un experimentado músico que viene militando en la escena desde el Galpón Okupa. 

Para analizar el presente de Jimmy Club y su Canciones para Fantasmas es necesario volver algunos años atrás, cuando eran poco más que adolescentes estrenando una vida adulta en medio de la primavera macrista. En Bestiario, su segundo álbum, la banda rumiaba sobre amor, desafecto, aislamiento, paranoia y angustia, esbozando retratos en una serie de personajes contradictorios que clamaban por algo de cordura. Se trataba de una polifonía de voces desatadas y en tránsito irremediable hacia el caos.
Esas canciones, entre adolescentes y existenciales, tenían un acierto: además de ser políticas, enfocaron con buen tino la problemática de la angustia digital que se esparcía por la generación centennial.  Eran inquietas en su sonoridad mientras se hacían carne en el desengaño político nacional, el mundo hiperconectado y la cheddarización irremediable del circuito cultural rosarino. Mientras los ocho temas se filtraban de forma orgánica entre post-rock, rock sónico y una psicodelia heredera Tame Impala y Pond, Miguez se preguntaba, entre otros interrogantes, hacia dónde se dirige el mundo, qué poder decisión real tiene su generación, cuánto quedará luego de los estertores neoliberales.
A medida que el mainstream cultural se inclinaba por todo lo colorido, pasatista y desechable, Bestiario capturó la infalible oscuridad, la desconexión, el aislamiento y la paranoia que poco después estallaría en la pandemia.
Para la banda Bestiario significó algo propio, lo más personal de su breve existencia. Quizás algo mucho más potente de lo que ellos mismos pudieron sistematizar en lo personal y en lo grupal. Ese disco forjó un camino con la libertad de experimentar y hacer lo que quisieran, entendiendo que podían estirar sus alas sin resignar un lugar protagonista dentro de la nueva camada del circuito independiente.
Desde su salida en 2019 pasaron demasiadas cosas. Y mientras mucho cambió, todo sigue siendo exactamente igual, pero dos veces peor. Jimmy Club lo hizo disco. Lo que sigue es la reconstrucción de la banda y aportar su arte en la aldea donde viven. 
Canciones para Fantasmas avanza en el derrotero de Bestiario, sin embargo, hay una cuota de sosiego que termina ganando la partida. Las canciones cristalizan una verdad inexpugnable para la banda: amar se transformó en un acto de rebeldía. De esa forma, dan pelea, combatiendo lo malicioso de una época perversa, donde casi se torna imposible imaginar una salida esperanzadora.
Este nuevo esfuerzo simplifica el borderline maximalista anterior, pero mantiene una estética de cortar y pegar elementos, apelando a los contrastes, aunque sin desviarse de una sensibilidad pop.  En las contadas fechas en vivo de los últimos dos años, el proceso de desarme estaba a la vista: menos para comunicar mejor. Se estaban moviendo hacia otro sonido en lugar de jugar con las expectativas existentes por el rastro pasado.
La misión parece ser comunicarse, cueste lo que cueste. Las canciones aúnan fuerzas detrás de necesidades colectivas. Amplificar un interrogante, inclusive sin ofrecer una respuesta, es un llamado gregario para problematizar o imaginar. Entre melodía y ruido, Jimmy Club parece extender una mano para decir entiendo que andás re en una, en medio de tanta alienación y malestar, pero acá estamos. Detrás de esa misión parece haber un aprendizaje que sirve como bálsamo: es posible imaginar algo diferente.
Si en Bestiario había urgencia y desesperación por un futuro que nos había encapsulado demasiado rápido, con nuestra propia complicidad, advirtiendo sobre el pensamiento crítico sofocado y relegado a la inconexión de las redes, en Canciones para Fantasmas la contraofensiva para ser una apuesta al caballo de troya más popular del mundo: la canción. 

Matienelinstante (encabezado por Mati Suleimen) y Bifes con Ensalada (liderado Agustín Reyna) funciona como un tándem positivista que se afirma en armonía, arreglos y sensaciones que acarician desde el virtuosismo.  
Mientras que, a priori, las tres propuestas no parecen complementarse estéticamente, la gente presente, una generación nutrida desde la pluralidad estética, se apropia de las tres bandas, conociendo cada canción a viva voz, incluso las que todavía ni siquiera están colgadas, tal es el caso del proyecto liderado por Suleimen. 
El público consiste en adolescentes y veinteañeros. Hablamos de una segunda y tercera camada de lo que se insinuó en 2019, en los festivales de los colectivos MUG y Núcleo, que funcionaron más como faros de visibilidad que catalizadores de una escena ya emplazada. 
Dejando de lado el rango etario, se torna complejo clasificar al público presente. La noche acusa una transversalidad que podría comprenderse: los tres proyectos sostuvieron una consistencia personal en los últimos años, bien por encima de las tendencias dominantes.  Al mismo tiempo, tanto Suleimen como Reyna, al igual que JC,  apostaron por la heterogeneidad, compartiendo fechas y festivales, abriendo el juego, desinteresados por habitar la comodidad del gueto. Otro punto que no debe escaparse: a su modo, cada  grupo sostuvo una reticencia consciente a la prolificidad imperante, produciendo según su propia necesidad.

En la trastienda del Galpón, los nervios toman forma en los integrantes de Jimmy Club. Rosignoli fuma en demasía. Camina una línea recta detrás de otra, volviendo sobre sus pasos, pensativo. Miguez busca detalles. Su neurosis le sugiere que siempre falta algo. Recorre la feria preguntando si alguien se quedó sin cenar. Bolzán, entre tanto, habla de cine.
Todo está listo. Tocaron cientos de veces. Entre los cuatro integrantes, más el refuerzo estelar del Pati, suman miles de horas sobre el escenario. Sin embargo, nada se compara con este instante. Es tanto presentación de un nuevo disco como EL regreso. Las presiones, por supuesto, llegan desde adentro. La ansiedad es una procesión que corre silente en el entripado. ¿Qué carajo pasó en todo este tiempo? ¿Acaso importa? Claro que sí. Todo revuela alrededor del siguiente paso. Pero se trata de éste preciso momento: el próximo paso. Después de uno sigue el otro. Son veinte pasos del camarín al escenario. Veinte pasos para formalizar un nuevo ciclo para la banda.
Antes de tomar el escenario, en sus trajes recién calzados, parecen una banda de hermanos italianos en una gran celebración familiar, donde, entre sonrisas y complicidad, apuran Amargo y fuman. La sensación de familia se refuerza cuando se ayudan a anudar sus corbatas.
Arriba del escenario, el cosplay de El Padrino deja lugar a otra postal de décadas pasadas: Beastie Boys circa 94-95. En trajes estirados y zapatillas Vans, parecen unos desajustados fumetas que se conocieron en la fila para el casting de Sabotage
La breve introducción de «Primavera» setea el mood alunado de la noche: lunas rojas y palidecer naranja; un pop lacónico que utiliza ropajes engañosos donde nada es lo que parece. La puesta visual que dispone Pablo Palma acompaña al lenguaje musical, complementando sin estridencias: no hay alarmas, tampoco golpes de efecto. Hay una decisión de obviar la pirotecnia visual, así como también cualquier otro elemento que resulte contaminante. En ese sentido, la puesta se siente como algo gestáltico: una sutileza que es un arreglo más en un entramado mayor.
El concepto de orden que habita en Jimmy Club es diferente a las bandas anteriores: se trata de un punto de partida. Hablamos de una criatura donde musicalidad, catarsis y pop espinoso se vuelven una escurridiza experiencia de voltajes desiguales. Miguez, cantando y tocando la guitarra, elude la prolijidad porque mil ensayos lo preparan para el concierto, pero toda su vida le garantiza que la emocionalidad del momento nunca podrá repetirse. Su voz es áspera, no desde lo técnico ni lo fisiológico, sino porque entiende que la perfección es la muerte, ya que la misma vida es imperfecta. 
Lusio sostiene a toda la banda con capas y texturas sintéticas. Desde allí se proyecta la musicalidad de la banda. Rosignoli, otro pivote del grupo y uno de los mejores bateristas de la ciudad, otorga la seguridad que posibilita todo. Si seguimos aquella máxima de Joe Strummer, luego sostenida por Bobby Gillespie, de “una banda es sólo tan buena como su baterista”, con su incorporación a finales de 2020, JC destrabó otro nivel de calidad, fundamentalmente porque obligó al resto a estar a la altura de las circunstancias. En esa decisión, tanto artística como profesional, la banda dejaba en claro que iban en serio, nada de reclinarse en una soltura pasatista. Su socio directo, Bolzán, realza la situación entre movimientos intuitivos. En la nueva formación de JC, se convierte en la figura de mayor despliegue escénico, está libre de ataduras, vibrando con una frecuencia propia.
Muntaabski y Miguez usan sus guitarras para tejer atmósferas. Cuando necesitan estallar -la combustión es una certeza en JC- están listas, pero siempre como una herramienta reimaginada por el post-rock, donde las guitarras son más pinceles de neurosis introspectiva que la extensión fálica de cock rock. Aun cuando Efe estaba en la banda, cumpliendo su perfo de guitar hero, su ataque era machacoso y angustiado, una herencia del rock alternativo a la Buzz Osborne. El presente del -momentáneo- cuarteto se siente más orgánico, manteniendo la misma inclinación por las texturas que antes, pero sustrayendo la superposición de elementos de Bestiario.


Canciones para Fantasmas habilitó elementos de spoken-word entre sus canciones. En vivo, Miguez elige lo fundamental de su poemario Cuanto vale una canción apuntando contra el muro digital que desvela a su generación. En el vivo, entre combustión y combustión, su voz baja hacia un tono de franqueza que, progresivamente, se desdibuja en grito desgarrado. Es un interrogante y una afirmación; un dolor que se hace punta de lanza. Cuando pasa la segunda parte de «Crónica de un niño solo» -uno de los mejores momentos- se agradece que Miguez no quede atrapado en la circunstancia solemne: relajado, sobre el escenario, sonríe. Las canciones son la catarsis justa. Logra desprenderse de la angustia, disfrutando con sus compañeros o con los gritos del público. En una ciudad en que los cancionistas zozobran eternamente en la solemnidad, cada sonrisa del Panda oxigena la situación.
La banda toca la totalidad del nuevo material. Luego emprende un viaje espacial hacia canciones de épocas anteriores. El público, tupido de seguidores de los primeros tiempos, agradece. No hay precipicios entre nuevo y viejo repertorio. Las canciones que perduran hasta hoy demuestran que ya andaban indagando en un futuro que es presente rotundo. Será que el final es el principio es el final.


Jimmy Club logró una noche memorable, colmando sus expectativas ante una audiencia creciente curiosa de su nuevo ciclo vital. El poderío musical probó estar de su lado, habiendo superado escollos y aceptando las encrucijadas que presentan los caminos artísticos.
Con sus canciones liberadas, el horizonte luce despejado. ¿Cuál será el próximo paso? Nadie puede afirmarlo. Como diría Mariana Enriquez: “Los fantasmas son reales. Y no siempre vienen los que uno llama”. El carnaval de fantasmas está desatado.

Texto por Lucas Canalda –  Fotos por Celeste Morales

 

 

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