SAN SPIGA Y EL ARTE DE ENSEÑAR SIN PERMISO

San Spiga lleva más de veinte años haciendo del mural una trinchera pedagógica y afectiva. Su arte es también un modo de estar en el mundo: horizontal, callejero y colectivo. Desde Viedma a Nápoles, pasando por Rosario, con colores y espaldas doloridas.

Sábado por la tarde, a sol pleno.
San Spiga abraza un balde. Viste un mameluco violeta, con salpicaduras. ¿De engrudo? ¿Pintura? ¿Pegamento? La única certeza es que los salpicones delatan labor. Además, transmiten una coherencia total para el artista, tallerista, docente y referente del street art que pregona que aprender es hacer.
Detrás de sus lentes de marco amplio, se ríe con los ojos. Dice que tiene 44, que está viejo, a propósito de dolores leves en la espalda. Algo de eso debe haber, aunque tiene energía para compartir.
Santiago Spigarol está en Rosario como tallerista invitado de la Comunidad Gráfica Organizada producida por Pliega, Capitana, Cinta Ácida y La Estampa Pretérita Imperfecta. Durante algunos días disfruta de la ciudad, enseñando y haciendo. Compartiendo abrazos y mates. Estrechando vínculos con gente de todo el país. Colegas. Estudiantes. Seguidores. Fans de su pasado en Paka Paka, cuando fue referente del art attack nacional para niños y padres de toda la Argentina.
Desde Viedma, con Patricio Rey y Maradona como estandartes, viaja por todo el mundo, aunque hace años que tiene base en Capital Federal.
Con el invierno en pausa, la temperatura es primaveral.
En la tarde, la acción sucede sin pausa. El sol, por ahora, tendrá que esperar.
Luego del taller, se va para el túnel cercano. Todo ese pequeño contingente de aprendices de street art pegó el material desarrollado por unas horas, en el CEC. Pero ahora, luego de un rato sin descanso, está en su stand, atendiendo gente. Cuando se escapa para hacer las fotos, se divierte.
De un lado a otro, expreso, disfruta.
Sobre el taller cuenta que: “Se aprende, haciendo. Hacer nos iguala. Por eso, cuando estamos haciendo, estamos aprendiendo desde la horizontalidad. Estamos conectados, haciendo y aprendiendo.”
Para Spiga, “nos rodeamos de gente similar toda la vida. En mi caso, gente con ganas de hacer. Gente manija.”
Después observa que “la gente que fue al taller, es eso: gente con ganas, gente curiosa. Quiere contar algo. Su propia historia.”
Cuando hay ganas, cualquier espacio puede ser un aula, dice, mientras posa frente a la cámara, vistiendo mameluco y portando el balde de trabajo.
La pedagogía del “se hace, se aprende” parte de una desobediencia fundante: no hay que esperar la autorización para crear. Es una forma de aprendizaje encarnada en la acción, donde el hacer no es la consecuencia de un saber previo, sino el método mismo para construirlo. En ese gesto se esconde una filosofía subterránea, donde la autoridad del maestro cede lugar a una circulación más libre del conocimiento. No hay escalafones ni diplomas que legitimen la práctica; hay cuerpos en movimiento, errores asumidos, y un deseo radical de expresión.
Esta lógica trae consigo una ética horizontal, casi comunitaria. Aprender haciendo implica no solo equivocarse, sino compartir esos errores como parte del proceso. Nadie es más que nadie: quien ayer miraba, hoy pinta; quien hoy pinta, mañana enseña. La figura del experto se diluye frente a una red de saberes afectivos, empíricos, situados. Así, el conocimiento se democratiza, se expande por contagio, por observación, por diálogo espontáneo entre pares.
Esta actitud tiene mucho de punk, en el sentido más fértil del término: hacer con lo que se tiene, desde donde se está, sin esperar a que las condiciones sean óptimas. Si hay una idea genuina, si hay una urgencia por decir algo, entonces ya hay suficiente. No se necesita permiso, solo convicción. Lo técnico puede venir después, o no. Lo importante es que lo que se haga resuene, incomode, emocione o conecte.
Ante todo, Spiga conecta. Por eso resulta clave la resonancia de lo social tanto en su obra como en su docencia.
Es un tipo social. Tiene don de gentes. Engancha con el fotógrafo, igual que con la gente que pasa y lo saluda.
Las fotos lo divierten, aunque algunas poses, oh joder, la espalda. Tiene que volver al stand de la feria, que cada vez recibe más y más gente. “Mejor así no nos compramos entre nosotros. Siempre es importante que llegue gente media random. Se esparce el mensaje, te diría.”
Mañana domingo, vamos a hablar, en calma. Cuando haya descansado y la espalda moleste un poco menos.

Domingo, cuando la tarde se va despacito, con una luz suave, casi como si el río también se prestara al diálogo, tenemos el segundo encuentro.
San Spiga, habla con esa cadencia pausada que regala años de caminar la ciudad desde la calle, desde la mística de la crew de amigos y el amor por lo que se hace.
“Desde chico supe que iba a amar dibujar, agitar con amigos, crear pandillas con nombres inventados, diseñar escudos, pintar remeras… No sé si pensé que iba a ser un oficio, pero sí amaba hacerlo, y eso sigo haciendo, aunque ahora con otros formatos: talleres, educación, crear mística grupal, diseño con activismo”, dice, con esa mezcla de nostalgia y compromiso que sólo tiene quien supo hacer del arte una manera de vida.
“Ahora estoy muy metido con los talleres para infancias. Infancia y adolescencia son hermosos momentos de descubrimiento. Ya a partir de los 10 estás con la creatividad a full, descubriendo todo. Mi manija actual pasa por ahí”.
Cuando se le pregunta si lo social y pedagógico salió natural o fue parte del oficio, no duda. “Muy social, sí, se me daba bien con la gente y lo fui aprendiendo. En la facu me tocó ser profe, y aunque el aula era un caos –200 personas, pésima acústica–, después estudiando pedagogía entendí que lo importante era hacerlo y aprender haciéndolo. Igual que las clases en la cárcel, que son duras, te hacen replantear muchas cosas. Me gustaría estudiar más pedagogía, pero elijo invertir el tiempo en la práctica, en la experiencia directa con personas en situaciones vulnerables. Es un aprendizaje constante: ‘no digas tal cosa’, ‘no te hagas el copado’, ‘quédate más callado’… pero es apasionante hacer, aprender y enseñar. Eso me moviliza.”

 

El street art, en su forma más cruda y visceral, es una irrupción en el paisaje visual cotidiano: una interferencia estética que reclama atención sin pedir permiso. Es arte sin pedestal, desacralizado, sin museo, sin la validación institucional que lo proteja de la intemperie o del borrado. Y sin embargo —o justamente por eso— se vuelve una forma elocuente de interpelación colectiva. Al emerger en las calles, el arte urbano interroga lo público: cuestiona el poder, revela tensiones, desarma relatos dominantes. En su superficie hay color, humor, política, deseo; pero también hay una insistencia: mirar lo que no queremos ver, escuchar lo que se ha querido silenciar.
Más que decorar muros, el street art los convierte en interlocutores. Es un lenguaje que no necesita ser traducido, porque habla directamente al transeúnte: lo sorprende, lo provoca, lo incluye. En ciudades anestesiadas por la repetición y la publicidad, el graffiti, el paste-up, el stencil, irrumpen como formas de contacto íntimo y urgente. Se filtran en las rutinas, en los trayectos automáticos, para reencantar lo común. En ese gesto —efímero pero insistente— el arte callejero no solo embellece o denuncia: genera comunidad.
El arte de San Spiga no sólo pinta muros, sino que atraviesa capas sociales, territorios complejos donde la expresión urbana se vuelve herramienta de encuentro y resistencia. Y si hablamos de iconografía, su vínculo con el universo maradoniano no es menor.
Un poco en joda, dije que iba a terminar mi proyecto cuando ya no haya más fotos de Maradona. Es una excusa para no terminarlo nunca. A veces me aburro un poco, ‘uy, otro mural de Maradona’, pero es tan infinita esa magia, que es tentador. Hay fotos hermosas de él en Nápoles que siguen apareciendo. Tuve la suerte de conocer a Eduardo Longoni, que hizo las fotos más icónicas, la de la mano de Dios es muy hitera y polémica”.
“La figura de Diego enciende siempre la discusión. Hace un rato una chica me dijo ‘uy, es un tramposo’, cuando vio la foto de la mano de Dios y bueno, charlamos, siempre hay debates.”
Nápoles no es sólo la ciudad donde Maradona se convirtió en leyenda, sino un enclave proletario con una iconografía idiosincrática, un tesoro cultural visual mundialmente reconocido. Sus murales, su arte callejero, las imágenes que fusionan religiosidad, pasión y resistencia forman un imaginario único. Que un artista extranjero, muchas veces desconocido, pueda entrar ahí y dejar una huella distinta sin apropiarse, es un acto de respeto y diálogo profundo, que demuestra cómo el arte urbano construye puentes entre mundos y resignifica símbolos con nuevas capas de sentido.
Spiga llegó e hizo lo suyo, con el apañe de la comunidad napolitana. Luego llegó la viralización y la multiplicación de su nombre por la internet y las redes.
Con todo, él mantiene los pies en la tierra. Sus tiempos pertenecen al cotidiano de la vida real.
El trabajo social atraviesa también su relación con el presente, ese ir a contramano que es pintar en la calle, enseñar en talleres, compartir tiempo auténtico.
“¿Sentís que es ir en contramano del mundo?”, le pregunto.
“Sí, seguro. No lo hago para inmolarme, siempre me gustó esto. Manejo el mundo digital lo justo, pero me cansa ver a gente frustrada, como diseñadores cansados de la pantalla, laburando para morfar. Todos necesitamos el mango, yo trabajé en diseño comercial también, pero sí, es ir a contramano del mundo actual. Hay una batalla que he librado, y lo hago porque disfruto y sé que la gente también lo disfruta. En los talleres, el 90% de la gente está desesperada, buscando alguien que la escuche. Necesita hacer su propia historia.  Eso moviliza mucho.”


A partir de las cinco de la tarde, la feria de la Comunidad Gráfica Organiza está repleta. San Spiga recibe mucha atención del público. Tanto de quienes lo conocen como de los desentendidos.
Cada feria en la que participa lo estimula. Conoce gente. Se reencuentra con colegas de todo el país. Se pone al día con gente querida.
El cansancio se siente, claro, la espalda dolorida. Pero también está la energía de la feria, ese irrealismo tangible que se planta contra la inmediatez digital. “Estoy ahí con el balde, me doy la espalda, hice dos millones de talleres, 20 años de docente… pero es el tiempo auténtico que no está en otro lado, el encuentro real.”
“Lo mío, al igual que otros tantos colegas admirados. Es plantarse de frente al mundo de ahora, sin dudas. Siempre me gustó hacer esto, siempre lo hice. Manejo el mundo digital hasta ahí, me da paja, lo sufro. Me canso de ver alumnos alineados, gente que la pasa mal, como diseñadores, todo cansado de la pantalla,  gente frustrada con su laburo, pero como te da de morfar. Es una necesidad. Todos necesitamos hacer el mango. De hecho, yo laburé de diseño más comercial, en algún momento de mi vida. Lo sigo haciendo, trato un poco de repartirme. Siento que sí, sí, es ir a contramano del mundo, pero es necesario”.
He librado una batalla, si lo queremos hacer más épico, lo creo, y también lo hago porque encuentro ahí un gran disfrute, y que la gente lo disfruta mucho también.”
Contra el ruido espeso de las redes, el odio digital, la frustración profesional, San Spiga se planta firme en la calle, en el taller, en la charla sincera. “Eso del hate en Instagram es horrible, y si querés lo combatimos. Ayer en el taller, muchos eran diseñadores cansados, frustrados, y a la vez con ilusión. Yo empecé diseño con una ilusión bárbara, dibujar lindo, y aunque la realidad es una trampa, se puede. Este camino me lo fui haciendo, elaborando con insistencia.”
“Lo bueno de nuestro oficio es que, más allá de comunicar, interpelamos. Por eso charlar es fundamental. Por el tema que sea”.
Así, en el domingo frío junto al Paraná, con las paredes que hablan en colores vivos y la tarde que se apaga, San Spiga dibuja más que murales: traza una geografía social donde el arte es encuentro, aprendizaje y resistencia. Esa mística que nace en la calle, en la pandilla, en el taller, que es el verdadero latido de un oficio que es vida.

 

Texto por Lucas Canalda – Fotografías por Renzo Leonard

 

 

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