MAIA BASSO: OFICIO DE CANTORA

 

Maia Basso publicó La pregunta última, álbum debut que se cuenta entre las mejores propuestas en lo que va del año.
Partiendo desde el dolor, la compositora y productora entrega una obra que interpela sobre identidad y los tiempos dispersos que habitamos.

 

Después de una serie de singles y algunos desvíos colaborativos, Maia Basso editó su disco debut titulado La pregunta última. El larga duración llegó a través del sello disquero Polvo Bureau (hogar de su faceta solista) y fue producido casi en su totalidad por ella misma.
Compuesto por nueve canciones,
buena parte del trabajo de Basso se hace carne en el dolor.
Mediante atmósferas digitales Basso busca ser sincera acerca de los recovecos sombríos que componen la vida. El espectro sonoro es tanto tradición popular como vanguardia de un espacio todavía inhabitado por la descripción sencilla.
La pregunta última se adentra en un territorio complejo:  visibiliza la convivencia con demonios que nos habitan y que probablemente nunca lleguen a disiparse. Ese dolor presente -a veces punzante, otras veces imperceptible- es parte de nuestra identidad. El dolor también nos hace. Basso lo entiende y se amalgama con él. 
El disco no puede clasificarse o encajar en una actualidad cada día más concebida para un template previsible. La pregunta última no es sad cool, no es moody, no tiene destino de playlist de canciones ensambladas para celebrar algún cliché. Basso deja saber que algunas partes de la vida no son lindas. Aspectos que simplemente no son agradables ni marketineables, pero conmueven.
La compositora y productora hace de su disco debut una postura política ante el frenesí de dispersión que nos atraviesa. Evitando bajadas de líneas ordinarias nos recuerda que el arte no está aquí para darnos entretenimiento, sino que encuentra su razón de ser desde la disrupción.
Basso indaga entre el ruido. Recompone posibilidades con lo que encuentra siguiendo el rastro de quienes la antecedieron.
Las canciones se suceden con una seguridad expansiva. Proponen un amanecer introductorio para después extender sombras algo abrumadoras. Pueden darse a la combustión y replegarse sin razón aparente. Son taciturnas por derecho propio.
La narrativa ejerce cierta crudeza, pero nunca se acerca a la idea de sincericidio (esa trampa condescendiente contemporánea). Basso eleva muchos interrogantes, pero no especula arriesgando respuestas. Las está buscando usando su arte como médium. 

La pregunta última evidencia una decisión consciente de Basso por lograr un diseño sonoro construido con detalle. Hasta la fecha, cada uno de los lanzamientos de Basso fue escalando en calidad técnica. Con precisión fue armando un micro universo propio de trabajo esmerado. El simple Dorado (2019), el EP Bebé tu mal (2020), el homenaje electrónico María (2021) junto a Gabi Schubert, el adelanto Algo acá (2021) evidencian un crecimiento y afirman la decisión deliberada por un concepto sonoro esmerado. El larga duración, además, echa luz sobre el estrecho equipo de trabajo que formó y mantiene Basso: allí Schubert e Ignacio Molinos se cuentan como coequipers todo terreno y Valentín Prieto como productor ejecutivo secundando cada iniciativa desde el sello Polvo Bureau.
La decisión de concentrarse de lleno en el sonido llegó con el freno que impuso el Aislamiento Social y Preventivo y Obligatorio de marzo de 2020. 
Para Basso el estallido pandémico significó mucho más que cuarentena y distanciamiento: semejante parate le hizo tomar consciencia de la intensidad experimentada en los años previos. Estaba agotada. Recién pudo darse cuenta cuando todo cayó en un punto muerto.
Bajando la velocidad dentro de su burbuja personal, pronto comprendió que tanto acelere impedía la dedicación necesaria para su arte. A partir de allí construyó de otra forma, partiendo desde la saludable decisión de saberse dueña de su tiempo, de permitirse disfrutar.
Profundizando en la producción de su música, se enfocó de lleno en el diseño sonoro. Logró establecer un equilibrio saludable entre la forma de las canciones, las letras cuidadas y lo fundamental de cómo sonar.
Basso se concentró en darle solidez a las bases, de entrarles con decisión luego de un largo periodo en que armaba siempre algo diferente para sus canciones. O armaba algo nuevo o las rehacía, evitando la repetición a toda costa. Con calma, arremetió con las formas definitivas, al menos para el disco.
Había que ponerse y lo logró: grabó y registró. Le metió intensidad especial al sonido de sus canciones. El sonido es parte importante de los recursos expresivos que tiene la música. Basso lo supo siempre, pero sin apurarse a sí misma, finalmente pudo llegar a otro nivel.
“Yo misma me generé un agotamiento saliendo a tocar por todos lados. Había entrado en una dinámica que estaba buena aprovechar, sobre todo viviendo en una ciudad como Rosario en la que el circuito es chico y, sin embargo, las puertas estaban abiertas. Sucedían las cosas y sucedían bien. Las estaba disfrutando”. 
“Había puesto a marchar la maquinaria con ambos proyectos. Todo funcionaba, era un desperdicio desaprovechar el momento. Cuando llegó el parate importante de la primera cuarentena caí en cuenta que estaba realmente cansada. Era necesario parar”.

 

El proyecto solista de Basso convive con Aguaviva, fuerza synth pop dirigida en conjunto con Clara Sabetta. Mujer de múltiples facetas, Sabetta es una socia de Basso que rebasa lo estrictamente musical, colaborando en cada aventura como diseñadora de vestuario y otros detalles fundamentales de diseño de producción.
A partir de 2018, ya con la bajista Nerea Rivas a bordo, Aguaviva afianzó definitivamente su propuesta en vivo con un repertorio basado en el disco debut Sumergible (Rompe, 2017).
En el periodo 2018-2019, marcado por la proliferación de festivales, el trío empezó un derrotero de presentaciones ante diferentes audiencias rosarinas. En esa seguidilla intensa, que pudo trasladarse de aforos medianos a espacios más reducidos como D7, Club 1519 o Casa Brava, Aguaviva encontró un equilibrio perfecto sobre el escenario: la música sonaba más segura que nunca, la música modificaba sus ropajes evitando la repetición, cada set tenía su extensión ideal, lo preciso para disfrutar, enganchar y dejar queriendo más.
También ganando una constancia considerable con su proyecto solista, la agenda de Basso estaba ocupada. Como una postal casi impropia del circuito rosarino, entre sendos proyectos llegó a tocar en vivo cada quince días. Fortaleciendo el oficio de ser música, la seguidilla muchas enseñanzas.
En septiembre de 2019, llegó Imaginario Popular de Matilda, disco que incluía a Basso en «Danza sin final» y «Anti romántico». La colaboración estrecha entre el dúo tecno pop constructivista y Basso resultó en otra oportunidad de tomar los escenarios, ahora junto a Nacho y Checho.
Entre tanto, la procesión de la Basso solista iba tomando forma por dentro.
Si con Aguaviva la propuesta era ganchera y refrescante, en el punto justo para darse a conocer entre públicos nuevos, los convites de Matilda reforzaron la posibilidad de mostrarse ante cientos de personas por fuera del circuito endogámico indie habitual.
En sus propias fechas Basso se mostraba experimental y catártica en un viaje introspectivo que enlazaba a la gente presente.
A veces en solitario, otras en compañía de Mauro Barreca y su puesta lumínica orgánica, Basso ejercía una angustia catalizada por demonios personales encendidos. El contexto político, por supuesto, se sumaba a la ecuación.
Las canciones iban apareciendo a un ritmo propio. Sin urgencias, cualquier oportunidad de tocar era ideal para probar, mostrarlas, cambiarlas según la ocasión. Fueron meses de evolución, con un perfeccionamiento notorio semana tras semana. 
El material iba aflorando durante un periodo de contrastes. La desesperanza política colmaba los ánimos del pulso callejero mientras instituciones, medios hegemónicos y una parte de la sociedad argentina celebraban una primavera macrista extendida.
Al panorama de cinismo institucional en Argentina se le sumaba la tensión creciente en Bolivia (que devino en golpe de Estado al gobierno de Evo Morales), el triunfalismo racista de Jair Bolsonaro en Brasil. Los tiempos corrían rápido y apretaban fuerte.
Durante ese tiempo de macrismo desatado, todavía sin perspectiva de final, el sampleo de Eva Perón reverberaba como un grito de resistencia. Finalmente, esa canción no llegó al disco, pero «Algo acá» funcionó como postal de época.
El proceso de prueba y error artístico se sucedía ante los ojos del público en ambientes intimistas donde el viaje resultaba atrapante: su música insinuaba que una corriente feroz fluía por dentro.
Asomaban versiones tempranas de lo que serían «Todo mal», «m²» y «Dioses», canciones crudas, por momentos se sentían dolorosas, en otros, como manifiestos poéticos donde una nervadura surrealista se expandía por una dermis política. Maia probaba aquello que supo apuntar Palo Pandolfo: el oficio del cantor es saber abrazar placer, también dolor, pues cantar es un gesto de valor para comunicar locura y esplendor. 
En los recis, Basso expresaba poco más allá de sus canciones, algún agradecimiento y saludos de bienvenida y despedida. Concentrada en lo suyo, brillaba.
En clave introspectiva abrazaba un viaje de climas taciturnos. Entre canciones, levantando la vista hacia el público, había algo de timidez. Se la veía expuesta. Sin ser demasiado consciente estaba compartiendo su entripado con la gente. Algo era claro: no debía dar explicaciones sobre nada, simplemente ser una hacedora de canciones.
Los gestos minúsculos ocultos entre las luces acompañaban una música demandante emocional y espiritualmente. Nada del repertorio solista podría haberse calificado como pasatista o conformista: Basso salía a generar algo diferente, algo personal tan emotivo como cerebral, proponía un ejercicio ambivalente que desacomodaba.
La Basso solista claramente contrastaba con la que ocupaba el rol central en Aguaviva o que subía a tirar paredes con Checho y Nacho en canciones pop de tres minutos. El enraizado era áspero, avanzando hacia la gente por medio de claroscuros, texturas digitales y una voz decididamente vulnerable.
Si bien el contraste era notorio, había algo de lógica en los procesos que vivía por entonces Basso. Una experiencia fortalecía a la otra, nutriendo y transformando. La autoridad y goce que exudaba Aguaviva en directo fue alimentando la seguridad de Basso para su plano solista. Si en las apariciones con Matilda era disfrute compartido y vínculos constructivos, estando sola se permitió dejarse ver algo más frágil. Retroalimentada por cada experiencia, su faceta solista cobró otro vuelo en el vivo: era lo suficiente fuerte para mostrarse vulnerable, tenía la suficiente autoridad sobre su camino para compartir un puñado de obras que calaban profundo, lacerando a quien estuviera en una sintonía permeable. 
Basso fue encontrando formas diferentes para decir. Semana tras semana, entre tanta actividad, fue madurando esas formas. Cada proyecto exigía un tono propio. Encarar su disco solista de forma decidida la llevó a definirlos. Tomó el control.
Entre tanto, cuanto más sublimaba, más poderosa se volvía. Las canciones de La pregunta última son casi opresivas, vienen de bien adentro, de un lugar oscuro y punzante. No deparan ningún lugar seguro para quienes se dispongan a escucharlas con la debida atención. Pero con el riesgo aguarda una virtud: la certeza que abrazar-aceptar lo doloroso es parte natural de nuestra vida.
“Con Aguaviva logramos afianzar algo que nos permitió relajarnos y empezar a disfrutarlo. El ejercicio de ensayar y tocar hace que uno vaya relajando la parte de la tensión que pone cuando estás en el vivo. Hay cosas que salen solas. Otra parte del cuerpo y del cerebro está pudiendo disfrutar”.
“En el ejercicio regular de hacer música también vas encontrando un estilo, temáticas, universos, pude ir definiendo cuál era el que iba más con Aguaviva y con mi proyecto solista. Pude lograrlo por ejercitarlo mucho. Logré definir esos dos universos paralelos. Uso los mismos instrumentos y el estilo musical sigue siendo muy similar, pero sí pude diferenciar. Mi disco hizo que lo defina”.
“Estando sola me puedo meter en mis laberintos sin tener que explicar nada ni suavizar ninguna cuestión. Hay canciones que las hago y cuando estoy tocando pienso ¿qué estoy diciendo? ¿Cómo digo esto? Ya fue. Lo hice. Es lo que tenía en la cabeza en ese momento. Me animé a eso con mi proyecto solista: decir cosas que son dolorosas, pero son bien mías”. 

Si el logro definitivo del Diablo fue convencer al mundo de que no existía, el engaño más infame que logró perpetrar la industria fue instalar la idea de que la proliferación de plataformas de streaming establecía las mismas reglas de juego para todos los ámbitos de producción musical. 
De esa manera, en la última década, la industria musical apostó fuerte al mercado digital. El experimento desarrollado por compañías multinacionales, algoritmos, redes sociales y los intereses de siempre engendraron una bestia impulsada por una batalla incesante por la novedad.  Dentro de ese paradigma de lo efímero que exige novedades constantes para no quedar relegados en la corriente de data, el circuito independiente se metió -a regañadientes en algunos casos, con ilusión en otros- en una danza desigual y turbulenta. 
La pandemia, claro, llegó para intensificar todo.
Procurando mantenerse presente en ese caudal, un considerable porcentaje de la movida musical independiente se adaptó al paradigma de la novedad, bailando al ritmo del algoritmo, para cosechar impotencia y dependiendo, más que nunca, de un sistema de listas editoriales que traccionen algo de atención hacia sus producciones.
La novedad se erigió victoriosa. Estar en el candelero, al menos por una fracción de segundo, es todo. En la escala de prioridades, la calidad alcanza puestos menores. Daniel Melero, siempre adelantado, lo advirtió hace rato: “Esta nueva era es solo promoción”
Hay que alimentar la cadena. Un simple, un video, un recital, un EP, un clip backstage, alguna noticia de color y a repetir el ciclo. Un larga duración siempre es mala idea: exige demasiado tiempo de producción y la gente no puede prestarle la atención a nada que supere los 40 minutos. De esa forma son arrasados los plazos madurativos que necesita un artista para crecer y forjar una identidad, para ejercitar su capacidad creativa y lograr algo más sustancial que la novedad descartable de la semana. 
En épocas marcadas por el predominio de la fugacidad, poder tomarse el tiempo para que los procesos creativos encuentren su punto de maduración constituye una rareza. Afortunadamente, hay excepciones. Cuando sucede es menester saber apreciarlo, escuchando entre el ruido incesante. 
Detrás de semejante decisión anida una cabeza diferente, la voz de un artista que entiende las cosas de otra manera. Vislumbrar artistas así es sanador puesto que nos deja saber que hay esperanzas, además de futuro. 
Maia Basso publicó su primer larga duración luego de un extenso periodo de trabajo paciente y discreto. Lejos de acompañamientos rimbombantes e interminables campañas de anticipo, concentró las energías en lo fundamental: crear, desarrollar, corregir, permitirse el tiempo justo de maduración para cada parte.
Publicar un disco como La pregunta última en tiempos signados por la dispersión y la celebración de estrategias de marketing se lee como una necesidad devenida en quijotada, un paso firme hacia una postura que se entiende casi como manifiesto.
El disco sublima muchas de las ideas que actualmente constituyen el núcleo del disturbio para el arte y la producción cultural. Especialmente para lxs hacedorxs independientes, obligadxs a marchar a un ritmo que no pueden soportar por demasiado tiempo. Entre fatiga digital y frustración, los nativos digitales despiertan a la realidad de la letra chica de las redes sociales (apenas un mínimo porcentaje de los usuarios puede despegarse del resto para generar posibilidades sustentables) mientras que las generaciones +35 se esfuerzan tratando de soportar la demanda asfixiante de creatividad, recursos y tiempo que exige el paradigma actual. 
Los interrogantes que plantea Basso en su disco quizás no encuentren respuestas inmediatas. De hecho, parte de los claroscuros musicales de La pregunta última sobre vida o muerte pertenecen al desvelo de mentes existencialistas que continúan sin cerrarse. Basso camina por ese sendero indagando con voz propia. Entre tanto, eleva preguntas sobre lo perdurable: ¿Qué permanecerá? ¿Qué dejaremos para lxs que están por venir? En un ahora regido por un algoritmo omnipresente y todopoderoso que marca el baile global, las preguntas más ruidosas son las que se aproximan: ¿Hay alguien escuchando? ¿Existo si el algoritmo no me favorece para ser digno de integrar una playlist?
Para lxs artistas y sellos independientes la experiencia es frustrante. Luego de años de malas experiencias, siguen adelante en el juego, todavía cautivos de un espiral en loop. Atreverse a dar un paso al costado fue osadía de unxs pocxs. 
Durante décadas los circuitos minoritarios (emergentes, subterráneos, independientes, contraculturales, alternativos, como quieran llamarlos) supieron responder con reflejos constructivos, ahora parece que no hay lugar fuera de lo que propone el sistema. Peor aún, hay un sentimiento derrotista de pensar que nadie encuentra nada por fuera de los ramales principales del sistema hegemónico.
Basso decidió correrse hace un tiempo de ese vértigo. Fue una decisión saludable, el principio del camino que la trajo hasta acá. Se recluyó en su laboratorio-estudio, concentrada en producir. No alteró su burbuja por casi nada. Apenas se asomó para tocar o presentar material ya terminado. Nada de campañas de presave o countdowns promocionales que esconden más humo que realidad. Fue entregarse a lo que genuinamente la entusiasmaba, fue darle tiempo al tiempo, otorgarle momentos de su vida a todo aquello que la mueve.
En tiempos fugaces, una producción que demanda años de trabajo se reduce a una novedad que apenas dura lo que un mero posteo en el feed de Instagram. Juntar energías, concentrando corazón, cabeza y fuerza en una obra, para que apenas alcance la atención de la gente que llega a encontrarlo en el scroll rabioso de cada día, produce frustración e incertidumbre. ¿Qué valor tiene el esfuerzo en una contemporaneidad relegada a perseguir desde atrás a la novedad?
A medida que la competencia por la atención del oyente-usuario-consumidor continúa creciendo, lxs artistas están siendo lanzados al mismo campo de batalla que todxs lxs influencers para luchar por una porción minúscula de tiempo.
Lograr atravesar el ruido parece una misión compleja más cercana a un peregrinaje hacia lo impredecible. Poder imaginar otras posibilidades parece ser la opción más saludable, a pesar de ello, quienes se deciden por esa opción representan una minoría. Quizás el verdadero desafío de una industria cultural sustentable sea lograr salirse de la velocidad para articular una discusión sobre posibilidades viables. Reinventarse a una escala más humana no es imposible.
“Hay una falsa ilusión de creer que porque manejás bien los recursos que la industria te da, te va a ir como le va a quien tiene un contrato con Sony. Eso me parece una mentira total. No me parece que esté mal intentarlo, igual. Quizás en ese intento quien lo lleve adelante consiga algo más que las 1000 escuchas que tengo yo o las 2000 de YouTube. Eso no me importa, es secundario. Hago las cosas por necesidad. Claro que hago música para que se escuche. Por supuesto que hago videos, que me cuestan muchísima dedicación, para que se vean, pero no estoy dispuesta a negociar el circo que venden los gurús de marketing digital. Intentarlo es algo válido, es necesario llegar a otros públicos, a otros lados. De todas formas, siento que es puro humo. Cuando veo gente que paga publicidad, de repente, tienen 40.000 reproducciones en YouTube, pero en una fecha no hay un público asistente. ¿Qué es más frustrante?”. 
“Termina siendo una decisión personal cómo manejarse en esa industria de la cual creemos formar parte. La sensación es que podemos ser parte de un circuito, de una industria, está un poco falseada: si bien los recursos los tenemos porque podés gestionarte vos tus discos, tus subidas, tu publicidad, que vos mismx podés pagar pauta o lo que sea, no funciona para todxs para igual. Eso lo sabemos”.
“Entiendo que soy grande, veo las cosas desde otro lado. La música es un ejercicio de oficio. Prefiero sostenerse con otras cosas. Elijo diversificar mis recursos. Intentar pegarla sería chocarme contra una pared todo el tiempo. No podría avanzar de ese modo. No concibo la música como producto de mercado. Me hace ruido todo el tiempo. La lucha interna de cómo se concibe el arte y se inserta como un bien de consumo cultural me hace pensar mucho”. 

Las canciones de La pregunta última nos ubican en el vértigo horizontal que hace a gran parte de la geografía argentina, allí donde las estrellas lucen un tamaño generoso que las hace cómplices ideales.
Lo urbano, si bien está presente, queda en un segundo plano, apenas para servir de contrapunto al pueblo protagonista. Basso marca su territorio-imaginario en algún punto de la pampa húmeda santafesina. 
Las marcas de su educación sentimental se funden mientras profundiza sobre búsqueda. Allí la memoria es fundamental, trazando un mapeo de movimientos que revelan identidad. Vida y muerte, dolor y trascendencia, resuenan alrededor de esa identidad que heredamos y vamos construyendo. 
Un acierto de Basso es establecer un territorio familiar sin apuntar coordenadas certeras o nombres, logrando que las preguntas que eleva el disco sean universales. La pregunta última no tiene respuesta, así como tampoco está anclada a un territorio. Rosario, Rufino, Berlín o Burdeos: la pregunta no obtendrá respuesta y jamás se quedará estática.
Años atrás, todavía en Rufino, su ciudad natal, Maia ya tocaba el piano desde chiquita. Cuando venía tormenta, caían unas pocas gotas y se cortaba la luz. Ahí nomás salía guitarreada entre todos los integrantes de la familia. Aun así, nunca jamás se le ocurrió dedicarse a la música.
Maia siempre disfrutó de inventar canciones, al igual que escribir, pero nada más. Su curiosidad tiraba para otros lados, más precisamente hacia el mundo audiovisual.
Una vez que llegó a Rosario, dar ese paso le resultó muy fácil.
Su hermano Juane ya vivía en la ciudad. Instalado una década antes, el hermano mayor se movía en un ambiente medio hippie bohemio. Maia se introdujo allí. 
El cambio de ciudad se sintió inmediatamente. La información empezó a fluir desde varias direcciones. Permeable a tanto estímulo, empezó a dejarse tentar por aquello que podía ser.
Estudiar cine era el objetivo. Desde allí comenzó una vinculación más personal. Moviéndose en el ámbito del arte, su curiosidad crecía. Entre la voracidad del estímulo, el cine cedía su protagonismo.
Junto a la carrera llegó el trabajo. Fue camarógrafa y editora. De trabajo en trabajo, pensó que tenía que desenchufarse un poco.
Un día se le ocurrió que podía hacer música para sus propios videos. Se trató de un momento de quiebre. Desde entonces fue un efecto dominó: las piezas cayeron en una secuencia orgánica que, de alguna manera, no tiene final aparente.
Maia cayó en cuenta que eso para ella. La música como lenguaje complementario a la expresión visual era fantástica. Había más, claro. Como ejercicio de sublimación, la música demostraba un poderío sorprendente. Detalle último, pero no menos importante: para un bicho de laboratorio como ella, la creación músical era una herramienta re potente que podía articularse indoors, pasando horas ñoñeando.
Maia empezó a investigar. En 2011 invirtió en su primer sinte, un Microkorg.
Conectó con las pibas al toque, ya las conocía de otros ámbitos. Algo fue claro: re podían hacer alguna ellas solas. Tenían algunos equipos. Se largaron a hacer unas bases. Había algo que no tenía nombre, pero marchaba. Clara Sabetta en voz y sintetizador, Barbara Ranzuglia en bajo. Empezaron a flashear y fue re fácil. Poética y estructura de la canción con altas dosis de experimentación. Se divertían. Fluían. Ya estaban en camino.
El resto es una historia discreta pero poderosa con tintes de autogestión, trabajo colectivo, viajes y dolores transformados en canción.
“Rosario me dio todo. Lo que tiene de chico lo tiene de familiar. Eso se lo agradezco a Rosario. No sé si hubiera sido tan fácil en otro lugar. Eso es muy valioso. Lo que tiene de chico lo tiene de familiar. La gente es solidaria porque todxs vivimos lo mismo. Todxs sentimos que es difícil hacer. Estamos en la misma, sabemos hacer las cosas con nada”. 

 

Por Lucas Canalda y Flor Carrera

 

 

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